Effy Luz Vázquez López
En aquellas inolvidables ferias del barrio de Santiago, suburbio representativo de la clase media meridana de los años cuarenta a cincuenta del siglo pasado, había tantos atractivos para grandes y chicos, que todos quedaban satisfechos después de pasar horas en sus instalaciones.
Mi primer cochinito de barro lo gané ensartando aros en una serie de seis, sin fallar ninguno; tenía ocho o nueve años. Los premios de esos juegos tenían la característica de ser objetos artesanales, fueran de barro, madera o trapo, como las simpáticas muñecas de calcetín que hacia mi abuelita Felicitas (Chichí Feliz), con ojos de botones negros, aretes de sarta de lentejuelas y chaquiras, vestiditos de retazos de tela, o tejidos de estambre. Había también baleros de madera de diversos tamaños, pelotas de hilo de cáñamo, rehiletes de lata o latón, sonajas de madera, en fin… el paraíso de la juguetería infantil de la época.
Para las señoritas en vías de casarse y las amas de casa ya en funciones, las instalaciones de la Lotería Mexicana o del Kisinito, como la conocemos aquí, era un imán que no podían resistir, pues no eran pocas las que salían de ahí con juegos de platos, vasos, ollas, sartenes, que se integraban de inmediato a su menaje de cocina o a su vajilla de cristalería. En casa teníamos preciosos juegos de jarras y vasos de cristal rosado o verde claro, con cuadritos en realce, que daban una presencia de frescura a las bebidas que contenían. Esos eran “el botín” de mi hermana Julia y su novio eterno durante once años y luego flamante y fiel esposo durante cincuenta y cinco más.
No había noche que fueran a la feria, que no regresaran con algunos objetos de estos que hablábamos o una charola con vasitos barrilitos o con asa, para consumo cervecero.
Habían también entre los atractivos premios: cafeteras, sartenes, cuchillería, ollas de diversos tamaños, platos con bonitos adornos en las orillas, en fin, desde que el voceador comenzaba a dar sus instrucciones del tipo de sorteo que se jugaría, que podía ser: cuadro grande, cuadro chico, normal, cartilla llena, etc. “Clientas y clientes” se preparaban con sus maicitos, corcholatas, fichas de colores, o lo que dieran para apuntar. La adrenalina solía subirse al cogote y de ahí a la garganta para gritar: ¡Aquí, aquí, Lotería, Lotería!
¡El que le cantó a San Pedro! ¡El músico cicatero! ¡El Nopal Verde y sus tunas! ¡La Calavera c’olis! ¡El Cazo es que te estás pelando! ¡El Catrín forzado! ¡El que pica por la cola! ¡El Mundo y el que lo carga! ¡…!
Me atrevo a asegurar que en aquel entonces, no había familia del centro de Mérida y sus rumbos circunvecinos, que no hubiera tenido en sus cocinas o alacenas, algún objeto proveniente de la Lotería del Kisinito.
Ahora tenemos “Kasino” en vez de “Kisines” y la Lotería sería no tenerlos.
* Coordinadora General de la Casa de la Historia de la Educación en Yucatán