Roldán Peniche Barrera
Sabido es que Yucatán padeció en lejanos tiempos pasados un total de dieciséis hambrunas, algunas tolerables pero la mayoría verdaderamente feroces como la octava hambruna sufrida por nuestros ancestros el remoto año de 1725. Fue tan terrible tal fenómeno que los yucatecos pensaron seriamente en liar bártulos y abandonar la península para trasladarse a vivir a Cuba o Puerto Rico. Hubo quien hizo la travesía hasta esas islas y otros estaban listos para emprenderla. ¡Qué remedio! Había que salvar el pellejo y si el precio era abandonar la tierra natal, pues se pagaba a como diera lugar.
Y es que la escasez de maíz devino pavorosa y la gente, para poder subsistir, se vio precisada a alimentarse de raíces en el campo. Claro, como siempre, padecían más duramente el fenómeno los más pobres, los de hasta allá mero abajo, pues los ricos, los pudientes, vivían si no confortablemente, sí a salvo de morirse de hambre. Pero el pueblo era otra cosa: a veces se veían obligados a convertir en polvo los huesos de algún animal encontrado en campos o por las calles, para emplear ese polvo a modo de harina al que le daban múltiples usos.
De acuerdo con el historiador don Eligio Ancona, unas diez mil personas perecieron en el azote (estadísticas de la Secretaría de Gobernación de entonces). Imagínese Ud.: 10,000 almas de una población total de 40 ó 50,000 ya es decir mucho. Un cronista de aquellos tiempos afirma que hubo madres que se sustentaron a costa del honor de sus hijas y también que hubo hijos que se alimentaron con la carne de sus padres.
Si Ud. desea documentarse más sobre el particular puede acercarse a las historias de Eligio Ancona o de Molina Solís, o a “Las hambres de Yucatán”, librito pequeño y de fácil lectura escrito por don Ricardo Molina Hübbe.