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Normalistas de Ayotzinapa lanzan petardos contra el Senado de la República 

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Yucatán

José Díaz Cervera

A través de las redes sociales se han reportado una serie de agresiones a médicos practicantes, enfermeras y personal de los servicios de salud pública, tanto en las calles como en el transporte público. Estas agresiones no solamente han sido verbales, sino que también han llegado al terreno físico y una de las que más ha indignado es la que recibió una mujer de 59 años, en el IMSS de Umán, a quien desde un auto en marcha le arrojaron café hirviente en la espalda.

Sabemos que enfrentamos una situación de emergencia sanitaria y que el personal hospitalario debería contar con estrictos protocolos tanto para no contagiarse como para no contagiar a nadie; mas esto apenas empieza a ordenarse, más allá de que el sistema de salud pública del país ha sido sistemáticamente desmantelado desde hace treinta años y ello (más la corrupción) ha generado que se trabaje en condiciones de la mayor precariedad.

De acuerdo con lo anterior, lo primero que debemos entender es que es justamente ese personal la primera barrera contra la epidemia; ellos son la infantería de esta lucha, la carne de cañón, la trinchera donde nuestra sociedad y la enfermedad tienen sus primeros enfrentamientos.

Vivo casi enfrente de una de las llamadas “tiendas de conveniencia”. El viernes pasado vi desfilar a hombres y mujeres con una cantidad, yo diría, inusual de cartones de cerveza. Después supe que cerrarían los expendios y que lo que veía no era otra cosa que gente preparándose para una cuarentena alcoholizada; no juzgo los hechos, salvo porque ellos lo que me indican es que nadie sabe qué hacer en una situación que, como ésta, nos tomó por sorpresa. Como quiera, lo que asoma es nuestro individualismo más enfermizo y compulsivo, acompañado de todas sus perversidades y vicios.

Una buena manera de entender lo que sucede en este tiempo de contingencia sanitaria, aun con las inconsistencias que pudiera tener el ejemplo, nos lo ofrece el “dilema del prisionero”, una especie de juego sociocultural con el que se busca probar que, en la medida en la que seamos capaces de defender el interés colectivo, estaremos en posibilidad de conquistar el ejercicio pleno de nuestra individualidad más sana y constructiva.

El juego se plantea de la siguiente manera: dos personas son injustamente acusadas de un crimen y son recluidas en celdas separadas sin posibilidad de comunicación entre sí; la policía ofrece a cada uno de los detenidos, a los que llamaremos López y Pérez, un acuerdo (el acuerdo es el mismo para los dos). El trato es el siguiente: si López acepta la culpa y Pérez no, López sale libre y Pérez es condenado a 10 años de cárcel; si Pérez confiesa y López no, entonces Pérez saldrá libre y la condena de 10 años será para López; si ambos confiesan, recibirán una pena de 3 años, pero si ninguno acepta la culpa, a la policía no le quedará más remedio que dejar a ambos hombres en libertad. El dilema se reduce aparentemente a tomar una decisión entre confesar y no confesar, pero en realidad se centra en algo mucho más profundo: confiar o no confiar en los demás.

Cuando se plantea el asunto como un juego grupal, lo que asoma no es otra cosa que la configuración del mundo en la mente de los individuos. Así, en sociedades altamente individualistas, las personas optarán mayoritariamente por la tercera solución, es decir, asumirán una culpabilidad que no les corresponde (sabiendo que es muy probable que el otro haga lo mismo), siempre en la lógica del individualismo vicioso, de la desconfianza mutua y del daño menor (confesar abre dos posibilidades: la libertad o una pena mínima de 3 años de condena). En cambio, en sociedades con un alto sentido comunitario, la opción esperable sería la cuarta: López no confesaría, teniendo confianza en que Pérez tampoco lo haría si no es culpable.

Llevado a la vida social, el ejercicio se aclara; en el primer caso, el del individualismo que aquí hemos denominado como “vicioso” (que podemos ejemplificar a través de la señora que llega al supermercado y toma las últimas cinco bolsas de pan sin importarle nada más), lo que vemos es la práctica del egoísmo elevado a rango de valor moral donde los individuos actúan en función de su estricta conveniencia sin ponderar nada más; en el segundo caso (que podemos ejemplificar mediante una señora que toma una de las cinco bolsas de pan y permite que haya otras cuatro familias que tengan acceso a ese bien), lo que vemos es un ejercicio de solidaridad que termina reforzando las posibilidades del desarrollo cabal del individuo. El primer caso va a generar necesariamente situaciones de violencia; el segundo caso las evitará o al menos las pospondrá y/o las atenuará. En el residuo, vemos que es claro el hecho de que no hay capacidad humana que se desarrolle en un clima de violencia y que nadie sale solo de un problema comunitario.

El individualismo vicioso parte entonces de una desconfianza radical en los demás; esa es la raíz de nuestros miedos y de prácticas como las compras de pánico o de las agresiones a los trabajadores de la salud, acciones que en realidad no son otra cosa que la manifestación de nuestro egoísmo y de todo aquello que deviene de la entronización de la competencia como un valor por el que incluso se justifica la aniquilación de ese “otro” que ha dejado de ser mi complementario y ahora es mi contradictorio.

El individualista todo lo mide desde su egoísmo y queda entrampado en él (imaginemos qué pasaría si el día de mañana las enfermeras y médicos deciden no trabajar más, por efecto de las agresiones que sufren). Tristemente, sin embargo, lo que aquí sucede no nos enseñará gran cosa como sociedad y seguiremos solicitando que se haga la justicia de Dios, pero en los bueyes de nuestros vecinos… De poco servirá saber que nadie sale solo de un problema comunitario; es más, ni siquiera tenemos consciencia que el problema es de todos.

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