Yucatán

Verónica García Rodríguez

Unas semanas atrás esperábamos con ansias la llegada de las vacaciones, nos quejábamos del quehacer cotidiano, de los aciertos y desaciertos del Gobierno, nos preocupaba lo qué haríamos el próximo fin de semana, veíamos en las redes sociales lo que ocurría del otro lado del mundo como si nada y seguíamos nuestro día a día, sin imaginarnos lo que estaríamos por vivir (y quizá algunos aún no se lo imaginan).

Justo por esos días, recuerdo haber visto en las redes sociales un artículo sobre el fotógrafo danés Peter Funch, que pasó casi diez años en la Estación Grand Central de Nueva York capturando con su cámara a las personas que todas las mañanas iban a trabajar, sin ningún objetivo más que artístico. Durante el proceso de la edición de su catálogo descubrió que algunas personas aparecían dos o tres veces haciendo lo mismo, incluso con la misma ropa, como si las fotografías hubiesen sido tomadas el mismo día, sólo que éstas tenían una diferencia de años entre unas y otras.

Se dio cuenta que muchas personas realizamos la misma rutina durante días, semanas o quizá años; salimos de casa, tomamos café o desayunamos a la misma hora en los mismo lugares. Así vivimos la vida, sin darnos cuenta, haciendo las mismas cosas todos los días, yendo y viniendo sobre nuestros mismos pasos, hablando, pensando y deseando lo mismo, y en esta rutina diaria, vamos dejando fuera muchas cosas y a muchas personas. Es un círculo vicioso que no nos parecía posible detener, hasta ahora.

La llegada del Coronavirus ha sido un motivo para que los seres humanos hagamos una pausa a la vorágine que el capitalismo nos ha vendido como camino hacia la felicidad, una pausa que nos obliga a detenernos para mirarnos a nosotros mismos como seres humanos individuales y como especie.

En los últimos días hemos sido testigos de lo dicho por Albert Camus en 1947: “Lo peor de la peste no es que mata los cuerpos, sino que desnuda las almas y ese espectáculo suele ser horroroso”. Hemos visto a las personas, impulsadas por el miedo y el egoísmo, comprar desmesuradamente hasta los últimos rollos de papel higiénico en los supermercados, desabastecer las farmacias de alcohol, mascarillas y guantes quirúrgicos, incluso desaparecer del mercado medicamentos que ni siquiera sabemos si son eficaces para combatir el Coronavirus, revender implementos médicos a precios desmesurados, amotinarse por las últimas planchas de cervezas, y, por si fuera poco, discriminar y atacar violentamente a médicos y enfermeras que están arriesgando sus vidas para salvar a otros.

Sin embargo, esta pandemia también nos da la oportunidad de mirar con otros ojos lo que dábamos por sentado: el trabajo, la familia, la salud, la vida. Es una oportunidad para la solidaridad, para entender de una vez por todas que todos necesitamos de todos. Algunos hoy se quejan porque sus comodidades se ven limitadas por el cierre obligado de comercios y por la estrategia de aislamiento social que no les permite salir a sus anchas, como solían hacerlo; otros sufren porque se han quedado sin empleo y sin la posibilidad de generar el ingreso mínimo para sus hogares, algunos pronostican el caos social.

Sin embargo, todo esto nos permite apreciar y revalorar los servicios de empresas pequeñas a las que no podremos recurrir, el empleo que teníamos y que perdimos o pausamos, la convivencia con los amigos, la familia que tenemos miedo de perder, incluso, la libertad de movernos por las calles.

No se trata de romantizar un momento de crisis, sino de observar el proceso que el que estamos inmersos, queramos o no; puesto que, si bien, está dejando al descubierto las verdaderas el verdadero “yo” de las personas, de los gobernantes en cada país del mundo, la negligencia social y el exacerbado individualismo que dirigía nuestras vidas, esta nueva etapa nos obliga a pensar en el otro, a vernos como una comunidad, a cuidar del otro para cuidarme, a salvar al otro para salvarme. El Coronavirus ha roto las fronteras geopolíticas, de raza, de clase y nos pone sobre la mesa lo que como especie nos falta para sobrevivir, lo que hemos olvidado.

Hoy tenemos la oportunidad de cambiar las palabras, abrazos y besos por acciones, es nuestra disciplina personal que demostrará el amor a nuestros seres queridos, son nuestras acciones las que harán que esto se detenga o cobre dimensiones dantescas.

Es también la oportunidad del planeta para regenerarse y la nuestra de aprender a vivir en armonía con los otros, sin importar las diferencias, incluso con las otras especies con las que compartimos este mundo.

No hay que olvidar que para este virus que hoy nos amenaza y que no hay cura ni vacuna en el horizonte, lo único que nos ayudará a mantenernos en pie es el amor y la solidaridad, porque si no lo hacemos ahora quién sabe si tendremos otra oportunidad.

(veronicagarcia.rdz@gmail.com) (12 de abril 2020)