Esa noche del 6 de diciembre de 2010, la colonia San Nicolás, una de las más populosas y tradicionales de Ciudad de Carmen, se preparaba a cerrar un día normal. Las familias descansaban y la cena se encontraba en preparativos. Nada nuevo bajo el sol. Afuera había cierta algarabía y ya salían a relucir los primeros adornos navideños.
Era la hora cúspide, la hora estrella, cuando no es ni temprano ni tarde y el movimiento no cesa; el ronroneo de los autos se entremezcla con los gritos festivos de los niños que juegan en las banquetas mientras en las tiendas de abarrotes atienden a sus “marchantes”. San Nicolás, uno de los barrios bravos de Ciudad del Carmen, más vivo que nunca, estaba a escasos momentos de enfrentarse cara a cara con la tragedia de la muerte.
Estamos en la calle Amapola; casi a mitad de cuadra en una vivienda de dos pisos que alberga a dos familias; aquí, un niño de ocho años, hijo del matrimonio que habita el lugar, había unido dos cables para prender el televisor instantes antes. La noche se cierra, ya son las 10.
10:15 Un espantoso estallido resuena en la Isla; a seis kilómetros a la redonda peatones, automovilistas y personas en sus casas se preguntan las cosas más locas luego de escuchar ese estruendo similar a un bombardeo; lo más cercano que creyeron es que había reventado una plataforma petrolera. Nada más lejos de la verdad.
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En cuestión de minutos ya toda la ciudad lo sabe: una vivienda en San Nicolás había volado en pedazos con sus ocupantes dentro; los cables que el niño juntó para prender la tele hicieron chispas y alcanzaron una dotación de la múltiple y numerosa pirotecnia que los dueños de la propiedad vendían año con año para las navidades.
Todos en la cuadra sabían que vendía mercancía con pólvora, todos sabían que era ilegal; hubo reportes de habitantes para que las autoridades multaran a este vecino, pero otros más avalaban su negocio comprándole, aunque la mayor parte del producto lo vendía en tiendas y el mercado. Ahora, ahí estaban las consecuencias.
La calle Amapola, entre Rosas y Margarita era una auténtica zona de guerra, un escenario de pánico y desesperación. Los testimonios narran cómo todo se derrumbó, cómo salieron volando piezas de escombro, partes de concreto, pedazos de madera, y cosas que había dentro de la casa como sillas, aparatos eléctricos e incluso colchones que se estrellaron con las viviendas aledañas e incluso los restos cayeron en 12 casas de los alrededores, como una lluvia de piedras humeantes.
La explosión produjo una onda expansiva que acabó en un tronar de dedos con el domicilio donde se almacenaba la pirotecnia convirtiendo sus paredes en esquirlas y sus pilares en brazos de plastilina a los que dejó retorcidos. El impacto creó el efecto “sándwich” al desprenderse el segundo piso sobre el primero, aplastando a los que vivían abajo, entre ellos el pequeño de ocho años.
Pero la erupción de este polvorín doméstico se llevó entre las patas los hogares cercanos al ser blanco de los escombros en llamas que fueron aventados hacia dormitorios y patios, con lo que se creó una sucursal del infierno que arrasó más de tres viviendas con sus familias dentro.
Llovía… era una noche que se contradecía: fuego y agua al mismo tiempo. Los que no se contradecían eran los gritos de dolor y terror entre los habitantes de la calle; el ulular de patrullas, ambulancias y carros de bomberos dieron a ese capítulo todo el drama que requiere una pesadilla de alto nivel. 800 kilos de piroctenia almacenada de forma negligente habían acabado con la vida de tres personas y dejado en calidad de moribundas a tres más, aparte de 10 desaparecidos. 800 kilos de poder que no vacilaron en cobrar factura a través del inocente acto de un niño que ya no lograría presenciar esa Navidad ni ninguna otra.
Los fallecidos por la terrible explosión fueron el menor, una mujer de 28 años, María Janet Ramírez Martínez, y un hombre de 42, Asunción Cruz López. Quedaron gravemente heridos los propietarios del inmueble: Marco Antonio López Ramírez y María Dolores Hernández Domínguez, conocida popularmente entre los vecinos como “doña Lola”, y una mujer de 72 años, Francisca López Jiménez. De hecho, esta fue una de las exclamaciones que se escucharon entre los residentes de la colonia y los típicos chismosos de otras, que se acercaron raudos en bicicleta y auto a ver qué había pasado: “Es la casa de doña Lola ¡Se está quemando!”.
Uno de estos chismosos formó parte de los fallecidos indirectos del drama de San Nicolás al subirse al cárcamo de Agua Potable, en el kilómetro 3.5, para presenciar ese cosmos de fuego y perdió la vida, electrocutado por el cable de alta tensión que pasaba sobre la estructura. Tenía 35 años. La curiosidad no sólo mata a los gatos.
La magnitud del estallido movilizó incluso a soldados del Ejército Mexicano, quienes llegaron junto a una caravana de policías municipales, elementos de Protección Civil y trabajadores de la CFE; unos para desalojar a las familias de las casas dañadas y otros para encargarse de los postes chuecos por el impacto y los cables que acabaron tendidos en suelos y techos, igual de tendidos que los tres cadáveres embolsados que el Semefo se llevó consigo, víctimas de esa siniestra noche, y cuya imagen perdura en la mente de los habitantes de la calle Amapola, entre Margarita y Rosas, del barrio bravo de San Nicolás, que aquella vez conoció el olor del miedo acompañado del sabor del infortunio.
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