En los asentamientos irregulares Tom Kelleher y Leovigildo Gómez sus habitantes sobreviven entre láminas de cartón rotas, techos derruidos, reducido suministro de agua y la pobreza extrema
Más de 200 familias viven en la pobreza en las invasiones de Tom Kelleher y Leovigildo Gómez en plena mancha urbana de la ciudad capital, sin que ninguna autoridad estatal o municipal, ni diputados, ni candidatos a alcaldes y diputaciones intenten paliar en algo su triste sobrevivencia.
Calles empedradas, llenas de polvo, cerros que tienen que escalar y descender para ingresar a sus escondidos e improvisados hogares, en caminatas que parecen interminables y que a diario hacen para salir e intentar llevar alimento a sus derruidas mesas.
“Aquí carecemos de todo, nosotros con nuestros propios medios intentamos construir nuestras casitas, con palos, con láminas, porque las autoridades nos olvidan, para ellos no somos parte de la población o al menos esos nos hacen sentir”, externó Dayri Guadalupe.
Con una pequeña vivienda con techos semidestruidos, con paredes de lonas o láminas de cartón, un baño de paredes de lámina de zinc, en lo más alejado de la invasión Leovigildo Gómez, Dayri Guadalupe recorre cerca de dos kilómetros todos los días para salir a trabajar para mantener a sus dos hijos.
Clama porque algún aspirante la apoye para reparar el techo de su casa, porque ya se desencantó de las autoridades actuales, que está segura que ni siquiera saben de la existencia de esa parte de la ciudad.
Doña Candi mostró su humilde vivienda, la cual carece del techo; mostró una división hecha de palos de madera y un viejo cobertor, a la cual señala como la recámara de sus nietos. La cama hecha de pedazos de madera con un desgastado colchón.
Mari reunió el dinero para comprar dos garrafones de agua, la cual usan más para uso personal que para ingerir, ante la carencia del suministro del vital líquido que recolectan entre vecinos a los cuales les llega en el día a cuentagotas y por reducido tiempo.
Descensos entre calles con piedras y polvo o escaleras improvisadas de piedra hacen cada travesía diaria una intrépida aventura que pone en riesgo la integridad física de los colonos, adultos mayores y niños, donde al menos cinco o seis ya acostumbrados lo hacían descalzos, pero sin tener la necesidad de sobrevivencia cruel.
Ni los perros callejeros soportan los intensos rayos solares al tratar de cobijarse entre las minúsculas sombras de las ramas de los pocos árboles que se ubican en la zona, y otros en los pretiles de algunas fachadas, en sectores donde avanzó su población indiscriminadamente hasta colindar con la avenida Héroe de Nacozari.
Adriana es otro ejemplo de la extrema pobreza. No, no en una villa, no en una comunidad, sino en plena ciudad capital, olvidada por el mundo, aunque no por Dios, al tener que salir todos los días de su recóndita casita para mantener a sus ocho hijos.
Entre sollozos, con la voz quebrada, relató que su hijo aún menor de edad se le escapa todos los días, pero no para jugar a las “maquinitas” ni para ir a la cancha techada a practicar algún deporte, sino para pedir trabajo de chapeo en las unidades habitacionales y fraccionamientos vecinos para ayudarla en el sustento diario.
A lo lejos se observa un adulto mayor con escasa vestimenta, apoyado en un palo que habilita como bastón en lo más alto del cerro de la invasión Tom Kelleher, con hermosa vista pero que, ante su triste mirada al horizonte, sólo se podría dilucidar que clamaba por una mejor vida, al menos en sus últimos días.
SY