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Rodrigo E. Ordóñez Sosa

“Ahora es una obra en la que no puedo escribir nada, ni una línea, porque se han desatado y andan por los aires la verdad y la mentira, el hambre y la poesía”, estas palabras las dijo el poeta granadino Federico García Lorca el 5 de abril de 1936 al periódico La Voz de Madrid cuando le preguntaron sobre su próxima comedia teatral. Esta declaración es uno de los muchos argumentos que existen sobre la postura política que tenía García Lorca en torno al pronóstico del derrumbe de la república española, que gestaban en forma abierta y descarada los fascistas y conservadores, quienes meses después de esa famosa entrevista tuvieron éxito no solo arrebatándole el poder a los liberales, sino también fusilaron en agosto al poeta en un vano intento de apagar su voz.

Existe un debate en torno al compromiso de García Lorca con la agitada vida política de España: apoyó o eludió involucrarse en los movimientos nacionales para mantener la República ante los embates de la creciente ola conservadora que quería mantener los valores tradicionales españoles. Quienes sostienen el “apoliticismo” de Lorca esgrimen como argumento la ausencia de declaraciones abiertas a favor del comunismo y la adopción del marxismo, así como su negativa a afiliarse a uno de los partidos de izquierda con inclinación soviética, como lo hicieron en su momento otros escritores como Rafael Alberti.

Sin embargo, la semilla de ese supuesto apoliticismo de Lorca nació con los tratados y ensayos que emanaron del franquismo, quienes estuvieron empeñados en reducir a García Lorca nada más a una figura incómoda para los tradicionalistas españoles por su inclinación sexual, pretendiendo apagar con ello la enorme conciencia social y la idea de responsabilidad artística que asumió el poeta como parte de su actividad literaria, entendida desde sus obras literarias hasta sus actuaciones públicas, en donde resaltaba la necesidad de solidarizarnos con los obreros, con los marginados, con quienes padecen hambre. El artista, entonces, no puede cerrar los ojos a una mera postura del arte por el arte en un país donde la desigualdad social esta derramada en todos los hogares: “en este momento dramático del mundo, el artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan las azucenas”.

El libro El asesinato de García Lorca, de Ian Gibson, aborda precisamente la conciencia que tenía el poeta sobre su papel como activista político a favor de la permanencia de la república como forma legítima de gobierno, la apertura de España a las ideas democráticas y valores sociales de mayor tolerancia, respeto e igualdad social y económica. Él estaba consciente de su papel como figura literaria y la enorme presión que ejercía en varios grupos en el poder al momento de firmar cada uno de los manifiestos que se hacían a favor de las clases obreras y la imperiosa necesidad de mejorar sus condiciones de vida.

García Lorca expresó el 10 de junio de 1936 a El Sol de Madrid su opinión sobre la caída de Granada en manos de Fernando e Isabel en 1492: “fue un momento malísimo, aunque digan lo contrario en las escuelas. Se perdieron una civilización admirable, una poesía, una astronomía, una arquitectura y una delicadeza únicas en el mundo, para dar paso a una ciudad pobre y acobardada”. Precisamente esa postura ante uno de los mitos fundacionales del tradicionalismo español desencadenó, dos meses después, que la modernidad de España que encarnó García Lorca cayera torturada, golpeada y abatida por fusiles nacionalistas que amaron a su país con una venda en los ojos, un puñado de balas bastaron para destruir la raíz poética de España, aunque permitió que muchas voces se levanten para combatir desde la poesía, desde las calles, en cualquier trinchera que el arte ofrecía para proteger el legado de un hombre que vio en el hambre una forma de cegar al pueblo y cuya simpatía por los perseguidos encarnó y usó la palabra rebelión contra la dictadura y la represión.

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