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Cultura

Conrado Roche Reyes

Mañana domingo, nuestra querida ciudad, Mérida, cumple 477 años de fundada por, como todos sabemos, Francisco de Montejo. No nos remontaremos en el tiempo a tantos años, sino haremos algunas remembranzas de lo que personalmente viví en mi juventud.

Para comenzar, obviamente no existía el programa de Mérida en Domingo que también cumple años. Luego un domingo de hace “ochocientos mil años”, o sea mi época juvenil, consistía en lo siguiente:

Por la mañana, vestirse, obviamente, con ropa de domingo, peinarse el copete que se bamboleaba peligrosamente sobre la frente envaselinada con Cheseline, Wildroot, Jockey Club, o si la cosa estaba paleta con la democrática y barata latita de Noches de Cabaret. La cuestión era que el cabello a los lados quedara bien pegado a la cabeza formando en la parte trasera del cráneo la llanada “cola de pato”.

Como siempre, se iba a misa a la que en ese momento estaba de moda, porque hay que decir que las iglesias y el horario cambiaban según la que estuviera de moda, y éstas eran a las que más muchachitas acudiesen. Miradas furtivas, tanto de aquí para allá como de allá para acá. Después se acudía a la matinée a los bastantes cines que por entonces había en el centro y barrios de la ciudad. Tanto ellas como nosotros acudíamos en grupos. No tengo que decir que la timidez predominaba por el lado masculino. En los intermedios, se iba a la dulcería que se encontraba en el interior del cine. Ahí, todo colorado por la vergüenza –no existía para nosotros nada más misterioso que una mujer–. Platicas increíblemente inocentes. Si le tocaba a alguno sentarse por casualidad junto a una chica, se pasaba toda película tragando saliva y con los brazos de ambos pegados durante toda la función. Uno sabía que ella se moría por uno y ella sabía que uno se moría por ella, sin embargo, el temor y la extraña moral que nos inculcaban las mamás nos impedían dar ese pequeño paso, aún a sabiendas de que no seríamos rechazados. No teníamos miedo. Teníamos terror.

Después, el retorno a las casas. Por la tarde, la visita a algún parque que al igual que las iglesias se iban poniendo de moda. Ora era Santa Lucía, ora era Santa Ana, ora Itzimná y así, caminábamos sorbete en mano con “atrevidos cruces de vistas”. Del parque, en alguna banca, muchos se decidieron y con el corazón en la garganta declaraban su amor a la chica, misma que invariablemente respondía con un “déjame pensarlo” que significaba una especie de “sí” con un impasse. Cuando la bella respondía con “no me deja mi papá”, o con un “todavía estoy muy chica” significaba un no “disfrazado”. Lo que sucede es que en nuestros hogares nos inculcaron que la mujer decente no tenía ningún asomo de erotismo, que para ellas el sexo no existía. Eso era para “las locas”(mujeres fáciles), muy bien focalizadas.

Los noviazgos adolescentes de hace “cincuenta” años sucedían casi siempre en domingo, en el parque, en casa de la muchacha o en el cine, en este último principalmente.

Contaré a continuación, cómo fue mi odisea para tener mi primera novia. Era ella una gringuita de doce años, pero con un cuerpo de dieciséis, muy bonita y pelirroja. Pecosilla. Fue en el cine. Nos sentamos uno al lado del otro. Ella tenía su brazo en el descanso de la butaca. Después de mucho pensarlo casi muerto de nervios, deslicé mi mano debajo de la de ella y se la apreté. Ella, sin mirarme, apretó también. Y así nos pasamos las dos horas de las películas. Aquí sí que, literalmente, de manita sudada. Después de visitarla a la casa en que llegó, ya que estaba de vacaciones durante varias semanas, una noche, agarré valor y, sentados, pegaditos en un sofá, la desconté con un sonoro beso….¡en la mejilla! Domingo en la tarde en el parque, ya caminábamos tomados de la mano. Cuando me decidí a avanzar en mis malas intenciones, ella partió a Estados Unidos. De ese tamaño era una Mérida hace cincuenta años. ¡Cómo me gustaría ser de esta nueva generación que observo la pasan bomba en todos los aspectos, en especial el erótico!

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