Pedro de la Hoz
Superado el vergonzoso hiato del año pasado –escándalo sexual y tráfico de influencias en el premio literario más codiciado del planeta–, el Nobel volvió por sus fueros hace apenas unas horas, con la mirada puesta, no faltara más, en Europa. Ni autores americanos, ni africanos ni asiáticos de los que sonaban justificadamente en las cábalas. La continuidad del Nobel se instaló en el continente de donde procede la abrumadora mayoría de los laureados desde la proclamación del francés Sully Prudhomme en 1901. Uno de los dos galardonados de la hora actual escribe en alemán, la segunda lengua literaria más representada en el listado después de la inglesa. No sé qué dirá el académico sueco Anders Olsson, nueva cabeza del comité de selección, quien la semana pasada declaró: “Hemos tenido una visión eurocéntrica de la literatura y ahora estamos mirando a todo el mundo”.
No se trata de restar méritos a los Nobel de 2018 y 2019, puesto que para no perder la serie consecutiva, la Academia decidió adjudicar los galardones repartidos entre uno y otro año: el austriaco Peter Handke y la polaca Olga Tokarczuk. Handke posee luz propia y desde los años 60 registra una de las trayectorias literarias, en la narrativa, la dramaturgia y la ensayística, más perturbadoras y desafiantes de nuestra época.
Mi primer contacto con su obra se lo debo a Wolfgang Eitel, traductor e hispanista alemán, que para vivir en la Cuba crítica de los años 90 se inventó un club de amigos de la Casa Heine en La Habana, que sólo contaba con un miembro, él mismo. Wolfgang, o mejor dicho, Juancito, como gustaba le llamaran en la isla, promovió en los medios intelectuales cubanos a los autores que consideraba más interesantes en el ámbito germánico contemporáneo y entre los más favorecidos por su gestión se hallaban los austriacos Christian Ide Hintze, poeta performático, y Peter Handke, cuya novela El miedo del portero al penal causó sensación por la imbricación de una trama policial con una atmósfera ciento por ciento kafkiana.
Una nueva generación de cubanos recién descubre a un Handke tan esencial como el escritor de novelas. Los que lo tenían como un dramaturgo referencial, al fin comprendieron por qué lo era con la puesta en escena este mismo verano en La Habana de la obra Insultos al público, representada por Impulso Teatro bajo la dirección del experimentado actor Alexis Díaz de Villegas.
Insultos al público data de 1966, de tiempos en que vanguardia equivalía a provocación. No hay argumentos, sólo palabras. No hay orden, sólo el azar. En el texto original, Handke indica: “Los insultos no son dirigidos a nadie en particular. No hay que atribuirle un significado a la forma de hablar. Los actores han llegado al proscenio antes de acabar su letanía de insultos. Se colocan en fila, pero no de forma ordenada. Tampoco están inmóviles, se mueven de acuerdo con las palabras que pronuncian. Miran al público sin mirar a ningún espectador en particular. Por un momento se callan. Se concentran. Después, comienzan a hablar. El orden de intervenciones debe dejarse a su propia elección. Todos ellos van a representar un papel prácticamente idéntico”. La estética no ha envejecido; la demolición de la estructura básica del teatro es capaz de crear una nueva noción escénica para los tiempos que corren.
Si a Handke no le interesa ser políticamente correcto –menudo lío armó en los 90 por oponerse a la intervención de la OTAN en Serbia–, a la Tokarczuk tampoco parece importarle. Milita en el Partido Verde de Polonia y critica el neoconservadurismo de derecha que se cuela en los intersticios de la vida política de esa nación europea. El fantasma del anticomunismo, tan presente en la historia de un país, cuyos líderes han pasado del más rancio antisovietismo a la genuflexión proimperialista, pasó factura en un momento a una escritora bendecida por los lectores. A la Tokarczuk la tildaron de traidora por desmarcarse del papel de víctima del régimen comunista y recordar que “Polonia misma había cometido actos horrendos de colonización en momentos de su historia”. Al respecto dijo: “Fui ingenua; pensé que estábamos listos para discutir áreas oscuras de nuestro ser nacional”.
A diferencia de Hadke, en el mercado literario hispanohablante apenas se conoce la obra de la polaca, a quien conocimos por una novela publicada hace pocos meses, Los errantes, con la que ganó en 2018 el premio internacional Man Booker, en Gran Bretaña, a la mejor traducción al inglés de una obra original.
En Anagrama se puede encontrar esa novela que rinde culto a la fantasía como principio y fin de la escritura. A lo largo de sus páginas alternan las observaciones de un viajero de ahora interesado con la historia de una secta eslava errante, la biografía de un anatomista flamenco del siglo XVII que dialoga con su pierna amputada y el relato del viaje póstumo del corazón de Chopin desde París a su lugar de descanso deseado en Varsovia.
El crítico inglés Adam Mars-Jones comentó sobre la novela: “Casi podría ser un inventario de las formas en que la narrativa puede servir a un escritor antes y después de contar una historia. Su prosa es un medio lúcido en el que los cristales narrativos crecen a un tamaño ideal; las estructuras independientes no perturban el equilibrio del todo”.