Fernando Muñoz Castillo
II y última
La Sorella Veneno: –¿Arriba o abajo, Nando?
Yo: Abajo!!!
Respondí mecánicamente, sin razonar que en un pasado reciente Ligia siempre se dirigía al otro nivel que tiene el lugar y allí me sentaba con mi adorada tíastra a desayunar, comer. O a cenar, después del teatro, la ópera, el ballet o la sinfónica, cuando no decidíamos hacerlo en el restaurante del Palacio de Bellas Artes o bien en el Konditori.
Fue sin darme cuenta, como querer rehuir del recuerdo.
Respiré y tomé agua. Pedí un chocolate para aprovechar y hacer “chuk” con los ricos panes que fabrican allí, y pedí un rico desayuno/almuerzo.
La grisura del día, me hizo sentirme en agosto, años atrás, cuando siendo un adolescente recorría la ciudad con buenos amigos(as) casi siempre, afortunadamente. Y de esas noches bohemias con mi tía en El Rigus, La Roca, el Apache 14, o en el famoso Riviere, que todos llamaban “el Riviere”, donde tocaba Moy y su grupo el Veracruz música guapachosa, o al Bar León, a oír música tropical con Pepe Arévalo y sus Mulatos. Tampoco, sentí que la emoción y el sentimiento se me desbordaran.
Cruzamos al banco para cerrar una cuenta de mi tía, quien falleció recientemente, recordé cuantas veces la acompañé a esa sucursal que estaba a media esquina de su casa, después fuimos a otro edificio para ver unos documentos siempre relacionados con ella. Al salir, miré su edificio Córdoba 9, esq. Insurgentes, y busqué el balcón de su departamento. Fue cuando caí en cuenta de que todo lo que tenía que hacer el destino me lo había puesto alrededor de la casa de Ligia. La volví a ver a ella y a sus amigas, varias de las cuales han muerto en lo que va de este siglo.
Oí sus risas, su alegría de vivir, sus voces cantando, muchas de las cuales eran maravillosas, son, digo yo, porque están dentro de mí…y allí quedarán.
Algo de Milton, Proust, Novo, Monsiváis, Cristina Pacheco y de tantas personas que me contaron historias o con las que viví tantas y tantas historias y aventuras, vinieron a mi mente y sí, fue entonces cuando lo único que pude hacer y lo hice con mucho placer, fue sentarme en una banca de la Glorieta de Mazarick y simplemente, sin prisa, mirar pasar a la gente en su mayoría joven, que transitaba en las bicicletas o patines motorizados, mientras tomaba un café en Punta de Cielo y haciendo eso: “mirar cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando…”, como escribió Jorge Manrique.
Y como dijo Porfirio Barba Jacob en aquella estrofa de su poema Canción de la vida profunda:
“Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos…
(¡niñez en el crepúsculo!¡Lagunas de zafir!)
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen sonreír.”