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Cultura

La culpa de Ferrusquilla

Pedro de la Hoz

La culpa de Ferrusquilla fue haber compuesto Echame a mí la culpa. La canción le dio y sigue dando la vuelta al mundo como uno de los símbolos de la música popular mexicana, y aunque muchos no identifiquen ni nombren al autor, este carga con el peso de haber parido una obra que lo sobrepasa, al punto que el otro Ferrusquilla, el de otras importantes piezas, el de la radio y las películas, cede terreno ante la hazaña de ser cantado una y otra vez en discos y conciertos, fiestas y cantinas.

Echame a mí la culpa nació en 1957. Ferrusquilla ya era Ferrusquilla en ese entonces, apodado así por un personaje que tiempo atrás había interpretado en la radio, cuando dejó de ser José Angel Espinosa Aragón y comenzó a ser conocido también como “el hombre de las mil voces”.

Como él mismo se encargó de contar, la inspiración vino de pronto a bordo de un taxi, poco después de su encuentro con una muchacha con la que romanceó y la halló casada con alguien que había sido su amigo.

Sea o no cierta la anécdota, valió para sazonar la narrativa de la canción en una época en que tan importante como el producto resultaba la personalización melodramática del conflicto para consumo de los lectores de publicaciones de la farándula o del corazón.

Con aires de ranchera, Miguel Aceves Mejía la puso a orbitar en el gusto popular y el impacto fue tan arrollador que un ávido productor de cine, el español Cesáreo González, al año siguiente encargó al puertorriqueño Fernando Cortés, con la colaboración del guionista Emilio Canda, el rodaje de una película con el título de la canción, para una trama acerca de un ganadero mexicano de reses bravas que emprende viaje a España para reclamar unos sementales que había adquirido y nunca llegan, y de visita a un tablao queda prendado del arte flamenco de Reyes Montes. La pareja protagónica no tiene desperdicio: Lola Flores en la cúspide de su carrera y el mismísimo Aceves Mejía. Este, con empaque de mariachi de concierto, le entrega en ofrenda lírica la pieza, y aquella, la Faraona, se la devuelve arropada por guitarras aflamencadas que desembocan en una frenética paráfrasis del tema.

De Echame a mí la culpa existen cientos de versiones, algunos afirman que unas 500. A la brasa de sus estilos muy personales la arrimaron Pedro Infante y Javier Solís, uno explotando con brillantez la veta nostálgica del amante despechado; otro potenciando sus valores melódicos.

Luego de la fiebre que siguió a su lanzamiento, la nota insólita la dio el británico Albert Hammond en 1976. Cuando se le ocurrió explorar el mercado hispano, por iniciativa del avispado productor de origen cubano Oscar Gómez, energizó desde una estética pop de bajo costo la obra de Ferrusquilla. Y lo peor es que a estas alturas todavía hay quienes atribuyen a Hammond la paternidad del número.

En Cuba, junto a las versiones de Aceves e Infante, Echame a mí la culpa se implantó en los oídos insulares por la vía de una de las más raigales expresiones vernáculas: la rumba. Celeste Mendoza, una mulata achinada, bautizada como la Reina del Guaguancó, le tomó el gusto a rumbear composiciones mexicanas, no sólo la de Ferrusquilla, con la que aún la asocian en el imaginario popular, sino también Que me castigue dios, del quintanarroense Carlos Gómez Barrera.

Fui testigo de la pegada de la rumba de Celeste entre la gente de pueblo más humilde. En una casa de vecindad habanera, La California, a mediados de los años 90, Celeste acudió a cantar a sus habitantes en una jornada de promoción de la cultura comunitaria como factor de calidad de vida. Después de interpretar, con el respaldo del conjunto Clave y Guaguancó, dos rumbas de esas que se dicen de “tiempo de España”, las mujeres y hombres, muchos de ellos jóvenes, agolpados en el patio, le pidieron una más con título incluido: Echame a mí la culpa.

Ayer miércoles 2 de octubre arribamos al centenario del nacimiento de Ferrusquilla y no debemos evocarlo únicamente por la canción aquí comentada. Resuena en mis oídos otra pieza que popularizó Vicente Fernández, La ley del monte (“Grabé en la penca de un maguey tu nombre / unido al mío, entrelazados / como una prueba ante la ley del monte / que ahí estuvimos enamorados…”). Y otra más, en la voz inefable de la madrileña María Dolores Pradera, El tiempo que te quede libre.

Por no hablar de las participaciones de Ferrusquilla en películas de la época dorada del cine mexicano. Tan sólo esta faceta daría para una nota mucho más extensa que ésta.

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Cristóbal León Campos