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Cultura

Gerardo Rod: por dentro y por fuera

Joaquín Tamayo

Música para agujeros; Fabiola, otra vez, El siguiente y Los ríos de Asia son cuentos que a su modo se han convertido en referencias narrativas, casi en unos clásicos, al menos a nivel local. Estudiantes de literatura, maestros de talleres, escritores y lectores de distinta procedencia suelen pasarse fotocopias de estos textos o prestarse algunos de los pocos y desgastados ejemplares que hasta ahora circulan de la edición del libro Historias como cuerpos, realizada por Tierra Adentro en 2002. Al margen de estas prácticas entrañables pero domésticas, el autor de esas piezas de altísimo registro sigue siendo un desconocido para la mayoría lectora.

Gerardo Rod murió hace diez años en plenitud creativa, en la cúspide de sus dotes estéticas y, no obstante, el grueso de su vasto legado permanece aún inédito. Sus múltiples poemas, sus artículos periodísticos, dos novelas y un libro más de cuentos esperan todavía por el editor que se anime a recogerlos y divulgarlos en el mercado donde hoy aparecen muchos volúmenes efímeros, realmente frívolos, pues carecen del poderío y de la intensidad de este puñado de obras de verdadera literatura.

Su impronta yace, en el formato de libro, apenas en el arriba mencionado, Historias como cuerpos, y en Cada loco con su cuento (2009), una antología independiente que alcanzó a publicar junto con cuatro compañeras suyas que formaron parte de uno de sus últimos talleres en la Ciudad de México.

Este tomo proyecta, a través de una muestra de diez relatos de Gerardo, la ruta hacia la cual navegaba nuestro escritor. Son cuentos de pies a cabeza. Ficciones de verdad, redondas iluminaciones: unas realistas, otras fantásticas, todas ciertas; llenas de verismo, de honestidad literaria, insufladas por un paciente tratamiento del lenguaje y enhebradas por el espíritu de la poesía. Es una obra que dialoga con todo su cuerpo, porque nada ahí sobra. Párrafos y silencios son necesarios. No hay en esta escritura pesquisas sueltas, tampoco postulados mañosos ni afeites propios de la evasión.

Las tramas varían de cuento en cuento. La venganza, el incesto, la culpa, el desconsuelo y las traiciones de la memoria pueblan los argumentos. Podría interpretarse que el tema general es la frustración, el deseo interrumpido, bloqueado por un vuelco del azar o neutralizado por el miedo a la dicha. También persiste la nostalgia por lo que fuimos. De modo que los personajes, en particular los amantes de estos relatos, acaban por sabotearse a sí mismos, por alimentar la idea de que la pasión está condenada sin remedio y es imposible retenerla.

La tesis de Gerardo radica en que el amor, como el talento y tantas otras cosas de la vida, nunca es total. Y, por el contrario, su embrujo consiste en esa condición precaria, caprichosa, de algo que siempre está por concluir, por claudicar. Basta un mínimo arrebato del día, una turbulencia de palabras, un súbito resplandor sobre el cabello o un gesto mal traducido para que sobrevenga un cambio brutal, pero a primera instancia imperceptible. Sus finales corresponden con igual tensión al suspenso del relato. En esos desenlaces se centra la sorpresa, a veces evidente, a veces invisible, tácita. Luces y sombras. Así también era Gerardo Rod, Gerardo Rodríguez Arcovedo (1963-2009), quien nació en Tlalnepantla, Estado de México, aunque vivió varias décadas en Mérida.

Desde muy niño, desde que se hizo lector, comenzó a preguntarse el mundo, a interrogar al destino. Ya de adulto le llegaron sus primeros compromisos, las responsabilidades, las pérdidas y las despedidas. De esas experiencias, así como de los influjos de Julio Cortázar, Boris Vian, Rilke, Rimbaud y Pedro Salinas, descolló el relámpago de su mejor literatura.

Simplemente Gerardo fue libre y solitario como un lobo. Requería siempre de más horizonte, más temporadas consigo mismo; abismarse en su interior para capturar la rebeldía de sus fantasmas que, de cajón, parecían estar a la caza del lobo. Detestaba el conformismo y la solemnidad, pero adoraba el juego de la ironía y la paradoja en que las trampas de la mente colocan al ser humano. Como escritor abrevó de la realidad para convertirla en trasunto de sus textos.

Es emocionante evocar ahora los incidentes y pormenores en los cuales se inspiró para, después de incubarlos durante meses o quizá años, arrojarlos en calidad de relatos, poemas o novelas. Una visita al cementerio general de Mérida, y en específico la contemplación de un mausoleo, le sugirió la chispa del cuento La sombra del ángel; la inexplicable desaparición de una mujer llamada Mónica fue ficcionalizada más tarde en Verónica y la nota roja sobre un padre que había robado durante la Nochebuena para llevar la cena a sus hijos lo motivó a escribir Navidad, a la postre ganador de un premio literario.

“¿Qué pasaría si…?, eso es todo lo que tienes que preguntarte para empezar a escribir”, decía en los tiempos de su taller. En ocasiones, él mismo se ponía de modelo para crear, aunque tenía el cuidado de tomar la debida distancia con respecto a su propia existencia. Una prueba de ello está en El perro muerde dos veces, cuando describe someramente al adolescente que fue: “(…) Hace la vida con decisiones definitivas. Sólo habla cuando ha resuelto algo, entonces uno se entera de lo que ha rumiado por días. Dice que cuando aparece el vello es la hora de la acción y por eso no se afeita: todos deben notar que es un hombre por dentro y por fuera…”.

Diez años han transcurrido desde su muerte. Pero en la relatividad del tiempo literario su obra todavía es joven: conserva el ímpetu de la frescura, el romanticismo del artista en el inicio de la vida adulta, el apego a la experimentación y la preocupación por decir y no sólo por hablar. Por encima de estas características se halla su profundo amor por el lenguaje, por la poesía y por la música. Nadie duda que habrá de perdurar y trascender este momento y a estos lectores.

Quienes lo conocimos le agradeceremos siempre su generosidad por acercarnos al misterio de la creación. Vamos a leerlo, a releerlo, a visitar otra vez los dominios del lobo, de ese lobo que Gerardo Rod seguirá siendo por dentro y por fuera.

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