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Cultura

Ecos de mi tierra

Luis Carlos Coto Mederos

Jesús Orta Ruiz

V

853

La fuga del ángel

¿Adónde fuiste, ángel mío,

en la última travesura?

Tal vez quiso tu ternura

mudarse para el rocío.

Te fuiste como en el río

un pétalo de alelí;

y has dejado tras de ti

una estela de cariño,

recuerdo que, como un niño

sin cuerpo, va junto a mí.

Eres pues un niño abstracto

y vienes cuando te invoco,

vida intocable que toco

en una ilusión del tacto.

Te veo vivo y exacto

andando a mi alrededor,

y escucho tu voz –rumor

como de ala que se aleja–:

¡qué zumbido sin abeja!

¡qué trino sin ruiseñor!

Es que estás, aunque no estás,

cual vuelo de mariposa

sin mariposa, cual rosa

de perfume nada más.

Te fuiste y conmigo vas,

aunque el mundo no te ve,

ni sabe como yo sé

que, diluido en la brisa,

aún vives, como sonrisa

sin boca, y paso sin pie.

Es todo lo que me queda

de ti: verdad sin verdad;

una como suavidad

de seda, pero sin seda;

aroma de rosaleda

sin más presencia que aroma;

donaire de la paloma,

pero no más que donaire;

niño pintado en el aire

hablándome sin idioma.

Una piedad de la muerte

hay en esto de mirarte

sin mirarte, y de palparte

sin palparte, ni tenerte;

pues evocarte, traerte

por la ruta de un clamor,

es endulzar el dolor

de la ausencia más glacial,

con un sabor de panal

que solo fuera sabor.

854

Visión de la muerte

Como un alfiler de frío

la muerte callada viene

desde un palacio que tiene

forma de cráneo vacío.

Viene por un ancho río

de aguas negras y plomizas

y, después que ha vuelto trizas

la vida que le molesta,

vuelve a su casa y se acuesta

en su cama de cenizas.

Doña Tinieblas, señora

que nos impone su estigma

y en la noche de su enigma

no se vislumbra la aurora.

No le responde a quien llora

el dolor de un hijo muerto

ni declaran nada cierto

en torno suyo los sabios.

Es como el dedo en los labios

de la Esfinge del Desierto.

Silente, desconocida

maga de tierra (¿o de cielo?)

que con tijeras de hielo

corta el hilo de la vida.

Ni la más enternecida

voz humana la conmueve.

Trepa por la vida breve

como una invisible hiedra,

con sus oídos de piedra

y sus entrañas de nieve.

La muerte es casi cariño

cuando huye la primavera

y el tiempo en la cabellera

toma el color del armiño;

pero la muerte de un niño,

flor de sonrisa y pureza,

albo soldado que empieza

los fragores del combate,

tal parece un disparate

cruel de la naturaleza.

855

Viejecita

Madre, mi horizonte oscuro

es un muro sin un claro;

pero si llegas, un faro

alumbra sobre ese muro.

¡Ay, qué me duele el futuro

viendo que el raudo corcel

del tiempo –verdugo cruel–

no admite ruego ni brida:

avanza más, y tu vida

se va cabalgando en él!

¿Cómo gritarle: ¡Detente!,

cuando es tan débil mi voz

que prosigue su veloz

marcha más indiferente,

más mudo, más inclemente

y más sordo cada día?

Y allá, por la lejanía,

perforando lo infinito,

queda suspenso mi grito:

¿Adónde vas, madre mía?

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