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Cultura

¡Uy, qué miedo!

Pedro de la Hoz

Me parece bien que bajo la sombrilla del programa Cine Club: Cine para Yucatán haya un espacio para prolongar la celebración del primer decenio de la iniciativa Mórbido Mérida, luego del festival que tuvo lugar en octubre pasado, con la exhibición de una veintena de largometrajes clasificados en los géneros del terror y la fantasía, en todo caso concomitantes. Y me parece mejor todavía que el seguimiento ponga énfasis en producciones latinoamericanas.

Primero la noticia y después el comentario. El sábado 23 de noviembre, a las 17:00 en la sala Mayamax, se proyectará Deseo, deseo, del mexicano Eduardo M. Clorio. El miércoles 27 de noviembre, a la misma hora pero en la Cineteca del teatro Armando Manzanero, el turno será para Juan de los Muertos, del cubano Alejandro Brugués.

Ambas proyecciones hablan claro de la voluntad de los organizadores de la muestra y sus patrocinadores por hacer saber que el cine de terror no es una parcela exclusiva de la industria fílmica hegemónica, léase la de Estados Unidos, que se adueñó, hasta estereotiparla, de una narrativa visual que no tuvo sus momentos iniciales más prominentes precisamente allí.

Porque la memoria no puede flaquear cuando se recuerdan producciones que hoy, sin duda, ostentan la categoría de clásicos, como El Golem (1915), de Paul Wegener; y El gabinete del Doctor Caligari (1920), de Robert Wiene, en el mejor estilo de expresionismo alemán. O un poco más atrás encontramos lo que quedó de la audaz Chirugien americain (1897) y, aún antes, La mano del diablo (1896), del pionero francés Georges Melies.

Hasta que el cine se hizo definitivamente industria y expandió su mercado en los años 30 de la pasada centuria con los estudios de la Universal y sus películas Doctor Frankenstein (1931), Doble asesinato en la calle Morgue (1932), La Momia (1932), El caserón de las sombras (1932), El hombre invisible (1933), Satanás (1934), El Cuervo (1935), El lobo humano (1935), La novia de Frankenstein (1935) y El hombre lobo (1941).

De ahí en lo adelante Hollywood pone la marca y los demás siguen la rima. Suspense, terror, catastrofismo, monstruos, alienígenas, licantropía, zombis, fantasmas, brujas, slashers en todas sus variantes, corregidos y aumentados con el desarrollo de las tecnologías de efectos especiales, van y vienen por el mundo con la impronta de que lo que hacen los emporios mediáticos es lo que brilla, enajena y vale.

América Latina ha puesto lo suyo desde limitaciones objetivas y subjetivas. Insolvencia económica, logística menguada y la percepción de que nunca se va a alcanzar lo que otros logran y el público terminará comparando lo de aquí con lo de allá, se entremezclan negativamente en los empeños por hacer un cine de terror y horror con asuntos y pegada propios. Si alguien consigue concretar sus sueños –digamos, Guillermo del Toro dentro de la vertiente fantástica– es porque dio el salto hacia las redes de la gran industria.

Pareciera, por momentos que el epigonismo es una maldición. Si reparamos, por ejemplo, en La casa muda (2010), del uruguayo Gustavo Hernández, los cinéfilos dirán que otras muchas veces se ha contado la historia de personas que se mudan a una mansión donde los ruidos nocturnos apuntan a un pasado de seres insatisfechos que moran y amedrentan a los vivos.

Ni que decir de la experiencia de un comando militar enviado a un paraje inhóspito y encuentran una base que perdió toda comunicación, en la que tropiezan con un sobreviviente poseído y aterrorizado por las fuerza del mal, tal como sucede en El páramo (2013), del colombiano Jaime Osorio.

Acerca de Deseo, deseo, reproduzco la nota que acompaña sus presentaciones en muestras y festivales de México y otros países: Cinco primos descubren en la casa de su abuela fallecida un juego de mesa, Deseo Deseo. Cada jugador tiene tres deseos y a cada uno le corresponde un pago y un castigo. Se suceden las catástrofes en un juego mortal que no se detiene.

Cualquier semejanza con otras películas no es pura coincidencia. Eduardo M. Clorio no ha cumplido aún su cuarta década de vida y esta es su ópera prima, reconocida en España, Estados Unidos y México. Ha realizado más de quince cortometrajes, entre estos Los caminos del Señor (2014), con el que participó en festivales en once países repartidos en tres continentes.

Juan de los Muertos avanza por otro rumbo. ¿Zombis en La Habana?

Cómo no y a manos llenas. Alejandro Brugués goza y hace gozar al espectador cuando es desenfadado. Pero cuando quiere discursar y pontificar sobre la realidad insular, se aleja de la diana.

El crítico Rolando Pérez Betancourt, al pasar balance de la película, escribió: “En la intención reiterada por el cine cubano de abordar asuntos de nuestra realidad, Juan de los Muertos es una posibilidad más enfocada desde un ángulo creativo diferente. El género asumido se presta a la demasía, a la hipérbole, porque en fin de cuentas una película nunca será un tratado justo de sociología ni de política y la exageración puede ser tan grande como el arte mismo. Pero así como los realizadores son libres de expresar lo que quieran, el espectador es igualmente libre (y debe estar en disposición) de calibrar todas aquellas partes del filme que, aún amparadas bajo el bendito manto del Arte, pecan por exceso”.

Lo mejor será ver ambas películas y extraer conclusiones propias. Mórbido Mérida invita e incita.

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