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Cultura

Mérida de un año a otro

Miles de personas moviéndose en una compulsión consumista. Pareciera que el tiempo estuviera próximo a cortar cuellos y el dinero quemara las manos. Es el vértigo de la gastadera de dinero y energías. El consumo real de lo efímero gana la batalla.

Deambular por el centro histórico de Mérida, con un propósito o sin tenerlo, es también una forma de consumo, sólo que de carácter simbólico. Un modo de estar presentes en la intersección de múltiples tradiciones representadas por las diversas acciones de quienes hacen uso del mismo.

Cada vez son menos los que tienen una comunicación relajada en los espacios públicos y privados que conforman el centro. A la proximidad física, no corresponde necesariamente una proximidad social y es más probable una distancia que implica mucho de despersonalización. La intensificación de las acciones y la densa circulación de gente traen consigo una idea de desorden en las relaciones sociales cotidianas.

A ello contribuye la apropiación voluntaria de las calles para actividades que alteran el principal uso preestablecido de las mismas que es el de transitar. Labores de carga y descarga, reparto de volantes, ventas ambulantes, ofrecimiento de servicios de lo más diverso, satisfacción de necesidades fisiológicas, la mendicidad.

Cada vez el crecimiento constante, las andanzas de quienes miran casi hipnotizados el teléfono celular, provocan entrampamientos peatonales o encontronazos de cuerpos y pisotones. Ultimamente, hombres y mujeres que toman cerveza en latas ignoran con tranquilidad el paso de las patrullas al fingir que beben refrescos.

Agreguemos a los agentes de tránsito apostados en los cruces más congestionados, sin respeto para el peatón y siempre con preferencia a dar prioridad a los vehículos. Numerosas personas quedan varadas en las esquinas contra su voluntad mirando durante excesivos minutos los cambios del semáforo, sin que puedan cruzar la calle.

Muchos policías provienen de zonas de la ciudad o del Estado donde hay muy poco tránsito, por lo que el hecho de encomendarles la función de “semáforos ambulantes” constituye un riesgo debido a su deficiente coordinación y su escaso criterio.

De todo esto deriva la sorpresa de meridanos de diversas edades cuando descubren algo que ha estado siempre ahí a nuestro paso, en nuestras narices, pero que por las tantas barreras callejeras se nos ha impedido notar.

Se vive la apuesta por el goce fugaz de un momento en vez del consumo simbólico permanente de un centro histórico que tiene mucho que ofrecer. La falta de fomentar el interés por el entorno urbano parece tener el propósito de mantener las distancias sociales. La ausencia de apego a la ciudad y a sus símbolos permite de modo indirecto que se vayan destruyendo importantes edificios, que amplias zonas vayan quedando abandonadas, que se ignoren los valiosos cambios históricos de esta ciudad donde vivimos.

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