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Cultura

La vieja responsabilidad del periodismo cultural

Manuel Tejada Loría

Unas semanas atrás, en charla con Don Mario Menéndez, me recordaba una de las máximas martianas sobre la utilidad de la virtud. “El deber está allí donde se es más útil”, dice José Martí, y ante tremenda sentencia cualquier disyuntiva parecería dirimirse en un dos por tres. Pero esta frase tan sencilla en apariencia encierra realmente una complejidad de altas latitudes filosóficas y reflexivas, que pocas veces nos atrevemos a emprender, pero que es una labor necesaria en estos tiempos de transformaciones disímiles.

Y bueno, esta sociedad va cambiando y transformándose en sus modos y en sus formas, desde la comunicación persona a persona, ahora paradójicamente entorpecida a pesar de las nuevas tecnologías, hasta su forma de concebir la libertad, la democracia o el derecho a disentir. Por supuesto, el arte y la cultura asimilan esta vorágine de cambios, y las expresiones artísticas y culturales van requiriendo de nuevas sensibilidades y paradigmas. Desde luego que el periodismo, en este mismo sentido, enfrenta un reto igualmente complejo.

Apenas un año atrás, decíamos en este mismo espacio que “nuestra sociedad está dejando de acercarse a la lectura de crónicas y notas culturales como primer punto de contacto con la cultura y el arte. De este modo el consumo cultural lo están dictando intereses comerciales y no valores estéticos. Todo en detrimento de nuestro desarrollo como individuos en sociedad, todo sin una conciencia y sentido de colectividad”.

Si antes el periodismo y los medios de comunicación eran el mecanismo idóneo para la difusión del arte y la cultura, hoy son las redes sociales ese vehículo a gran velocidad que todo lo tergiversa y desvía. El periodismo cultural cumple ese rol de mediación tan importante entre la cultura y la sociedad misma. Pero ahora las redes sociales, antes que arte y cultura, van convirtiendo todo en simulacro, apariencia y espectáculo.

Aclaro que no trato de satanizar las redes sociales que podrían convertirse en una valiosa herramienta para muchas actividades actuales. Pero ciertamente hemos cedido al maremágnum de simulación, donde la ausencia de profundidad y significado han sustituido la necesaria alfabetización cultural y estética que requerimos como individuos y como colectividad. En este sentido Paul Starr, en su artículo “Adiós a la era de los periódicos (bienvenida una nueva era de corrupción)”, nos recuerda que “las nuevas tecnologías no nos liberan de nuestras viejas responsabilidades”.

En su libro La civilización del espectáculo, el escritor Mario Vargas Llosa señala que “cada clase tiene la cultura que produce y le conviene, y aunque, naturalmente, hay coexistencia entre ellas, también hay marcadas diferencias que tienen que ver con la condición económica de cada cual. No se puede concebir una cultura idéntica de la aristocracia y del campesinado, por ejemplo, aunque ambas clases compartan muchas cosas, como la religión y la lengua”.

La contradicción de una sociedad que basa su vida cultural en el espectáculo es que tarde o temprano, la misma sociedad y todas sus acciones en conjunto serán mera apariencia y simulación.

Según Guy Debord, “en todas las sociedades modernas donde las condiciones de producción predominan, la vida se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos, convirtiendo todo lo circundante en representación. El espectáculo es simultáneamente la sociedad, parte de la sociedad y un elemento de unificación que viene dado básicamente por un tipo de lenguaje y estilo”.

Ante una cultura del espectáculo, que da más preponderancia a las actos ceremoniales que a la actividad cultural misma, que apuesta a una divulgación de la cultura y el arte solo a través de las nuevas tecnologías y las redes sociales (lo que ya en sí implica un acto de brutal discriminación), el periodismo –parafraseando al escritor Paco Ignacio Taibo II– “es la última pinche trinchera contra la barbarie”.

Es aquí donde el periodismo cultural debe encontrar el punto exacto donde se es más útil. Ya hablábamos el año pasado de la necesaria vivacidad que debe acompañar la labor periodística “impregnar y contagiar a los otros de la belleza, colores, texturas y olores de nuestra cultura, de nuestras manifestaciones artísticas”. Esta es una labor que no cesa, y que continúa firmemente en voz y letra de periodistas culturales como Roberto MacSweeney, y sus grandiosas crónicas musicales; de Ivi May, desde sus reseñas de literatura infantil o sus apreciaciones sobre la dramaturgia; o la pluma contundente de Joaquín Tamayo en su crónica o reseña literaria.

El periodismo cultural también debe cuestionar firmemente a las instancias oficiales de la cultura y el arte. Advertir del grave peligro que representa consolidar una cultura del espectáculo que desatienda problemas sociales tan graves en Yucatán como el suicidio y la violencia de género que sigue vulnerando a la sociedad.

Por supuesto, también el periodismo cultural debe apuntar hacia la comunidad de artistas e intelectuales que se manifiestan a través de las vías oficiales, o bien, desde un ámbito independiente. Siempre ha existido y existirá esta cultura marginada de los programas oficiales de apoyos al arte y la cultura, y que de manera independiente está creando y expresándose sin cortapisa. El periodista cultural tiene que ofrecer una visión integral de ambas manifestaciones igualmente válidas, ser crítico, veraz y responsable.

Pero, sobre todo, el periodismo cultural tiene que exponer la sensibilidad de una sociedad contrariada por las transformaciones disímiles de este nuevo siglo que en tan sólo casi dos décadas prácticamente ha cambiado el paradigma que prevalecía en los últimos 30 años del siglo XX.

Estas capacidades de intervención, precisamente, hacen del periodismo cultural uno de los principales agentes de la cultura. Como bien señala la doctora Miriam Rodríguez Betancourt “desde el compromiso con la verdad, el rigor investigativo y la independencia de criterio, el genuino periodismo puede influir en la transformación de la sociedad al despertar conciencias”.

Sea, pues, la necesaria utilidad de la virtud, la que nos coloque siempre en el sitio correcto, pero sobre todo, nunca desvíe nuestra vieja responsabilidad con el periodismo cultural y la dignidad humana.

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