Síguenos

Última hora

Roban un bar y una mueblería a unos metros de la Comandancia Municipal de Kinchil

Cultura

La otra revolución

Por Pedro de la Hoz

Antes de que Fidel Castro entrara triunfalmente en La Habana en enero de 1959, ya existía el cine cubano. Cómo obviar las quijotescas empresas de Enrique Díaz Quesada en los años iniciales republicanos, o el empeño de Ramón Peón por tratar temas populares, o la imagen de Rita Montaner en Romance del palmar, o el primer thriller con todas las de la ley titulado Siete muertes a plazo fijo, o las películas de contenido social de Cuba Sono Films, o los noticieros de Manolo Alonso. Y en paralelo, el maridaje entre la pantalla mexicana y la cubana, con las rumberas y los músicos de la isla trabajando para la pantalla de tierra firme y las idas y venidas del inefable Juan Orol.

Con el cambio social comenzó otro cine. Era inevitable si desde la pantalla se quería reflejar la nueva etapa y a la vez incidir en la transformación de la subjetividad de los protagonistas y testigos de aquella. De la importancia de que el cine acompañara el turbión revolucionario se tiene un testimonio de Raúl Castro, al contar que durante los preparativos de la expedición del yate Granma, él mismo indicó la compra de una cámara de 16 milímetros, que tuvo que ser empeñada en el Monte de Piedad para sufragar los gastos de avituallamiento, recordar que al abordar la embarcación en Tuxpan, uno de los combatientes, René Rodríguez, llevó otra cámara con la que rodó parte de la travesía. Lamentablemente, esos pies de película se perdieron en el momento del desembarco.

Fue una acción consecuente con la idea de trazar una política cultural acorde con el proceso emancipatorio, la fundación de un organismo rector para la actividad en ese sector. El 20 de marzo de 1959, Fidel Castro y el entonces presidente de la República, Manuel Urrutia Lleó, firmaron la Ley No. 169. Al ser publicada en la Gaceta Oficial el 24 de marzo, se toma esa fecha como punto de partida del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos (Icaic). Tómese nota de que esto acontecía apenas tres meses después de la victoria sobre la tiranía, antes aun de que fuera promulgada la Reforma Agraria.

Al frente del Icaic estuvo quien tenía que estar: Alfredo Guevara. Amigo personal de Fidel Castro, profundo conocedor del cine, intelectual de honra raíz martiana y convicciones marxistas para nada ortodoxas, se propuso que la entidad fuera un taller permanente de creación y debate.

El primer apartado del texto legal puntualiza: “El cine es un arte”. Está lejos de ser una afirmación retórica. El gran desafío de los jóvenes que pensaban en hacer y promover el cine pasaba por reivindicar la naturaleza estética de la manifestación, sin la cual no podían cumplirse otras funciones, como la de entretener o contribuir a la formación de valores cívicos y éticos.

Esa orientación señaló el rumbo de las realizaciones de la década de los sesenta y en buena medida las de años posteriores. Tal presupuesto no ignoraba el carácter industrial del cine ni su implicación colectiva; tampoco las urgencias emanadas de la dinámica de la acelerada y radical transformación del entorno político, social y económico del país. Quizás esto último explique por qué el cine documental ocupó un plano preponderante en la producción. Eso sí, bien lejos de la mera propaganda. Con Santiago Álvarez a la cabeza, la escuela documental cubana desarrolló nuevos lenguajes.

Al final de la década la artisticidad del nuevo cine nacional de ficción se hallaba fuera de toda discusión en obras que el tiempo ha consagrado, como Lucía, de Humberto Solás; Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, y Aventuras de Juan Quinquín, de Julio García Espinosa.

Encargado de la distribución y exhibición fílmica, el Icaic asumió una misión de la que se habla menos que de la producción propiamente dicha: la relación con el público. Audiencias hasta entonces seducidas y atrapadas por los códigos hegemónicos de la industria norteamericana comenzaron a acceder a otras opciones. Indudablemente, el curso de las alianzas políticas con la Unión Soviética y el campo socialista y el férreo bloqueo norteamericano contra la isla pesaron en la capacidad de adquirir películas en el mercado internacional y en los perfiles de la programación de las salas.

Aún así, la política de exhibición trató de preservar las calidades. Justo es decir cómo también comenzaron a proyectarse obras de Europa occidental, sobre todo obras italianas, francesas y españolas. A medida que avanzó el calendario, también se reposicionó el cine latinoamericano; sobre todo el procedente de México, Argentina y Brasil. La diversificación de la pantalla influyó en el gusto de aquella generación.

De igual modo, el cine salió de los circuitos tradicionales. La creación del llamado cine móvil propició que los pobladores de comunidades intrincadas vieran películas. En 1967, Octavio Cortázar rodó un documental sumamente elocuente, titulado Por primera vez, que recoge las vivencias e impresiones de campesinos en un remoto paraje de la serranía oriental durante y después de la proyección de un filme de Charlie Chaplin. Hasta la montaña habían llegado a lomo de mulo el proyector y su operador, y en la noche se produjo lo que para todos los habitantes del lugar fue un verdadero milagro: conocieron por primera vez el cine.

Siguiente noticia

La vieja responsabilidad del periodismo cultural