Pedro de la Hoz
Hay males que duran más de 100 años –en este caso 120– y, pese a todo, hay cuerpos que lo resisten. El 11 de abril de 1899, en virtud del espurio Tratado de París, España regaló la isla de Puerto Rico a los Estados Unidos. Con la intervención insidiosa en la guerra que los cubanos prácticamente ya habían ganado a la metrópoli colonial, y desvencijado el régimen en el Caribe y el Pacífico, Madrid cedió la soberanía puertorriqueña al naciente imperialismo norteamericano, cuya voracidad ya había cobrado con anterioridad una parte sustancial del territorio mexicano.
Mientras en Cuba fue necesario inventar el incidente de la voladura del acorazado Maine en la bahía de La Habana para justificar el desembarco de tropas yanquis, en Puerto Rico el trofeo cayó en el pico del águila por efecto de una lamentable ley de gravedad geopolítica.
Por mucho que a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI Washington y sus acólitos boricuas han querido maquillar con ardides legales la sujeción de la isla al imperio –triste eufemismo el de un Estado Libre Asociado–, Puerto Rico es una colonia de los Estados Unidos. Nación sin soberanía no es nación.
Lo peor es que en estos momentos se mueven algunas fuerzas internas, de linaje oligárquico, que pretenden convencer tanto a Washington como a sus compatriotas de que para salir del marasmo –una deuda pública insufrible, las secuelas del paso hace dos años del huracán María y la creciente descapitalización de las fuerzas productivas– lo ideal sería acceder a la estatidad con plenitud de derechos. Es decir, lograr que Puerto Rico sea el estado número 51 –o 52, de prosperar primero la aspiración de algunos políticos de Washington para que la ciudad capital deje de ser un distrito particular y devenga nueva estrella de la unión–; sueño que Donald Trump valora como absurda e improbable pesadilla. El mismo Trump, que en gesto de inaudita insensibilidad y desmedida grosería, lanzó rollos de papel higiénico a los damnificados por el huracán.
A los grupos de poder en Estados Unidos conviene que Puerto Rico siga siendo lo que es: una nación frustrada y mutilada, una no nación. Que sus habitantes y los muchos puertorriqueños que residen o han nacido en la potencia vecina, no sean estadounidenses como los que viven o nacen en tierra firme. Que piensen y sientan como norteamericanos de quinta categoría. Pero, sobre todo, que sean cada vez menos los que piensen en la posibilidad de ser soberanos e independientes.
El ensayista y abogado boricua Luis Nieves Falcón alertaba en 1978 cómo la estrategia de dominación se ejercía “a través del control de los bienes de producción y las fuentes generadoras de empleo y, posteriormente, subyugando al resto de las instituciones sociales; de esa manera, la metrópoli asegura que las pautas ideales de la sociedad y la cultura puertorriqueñas, los modelos de conducta a ser difundidos para su imitación e incorporación por parte de la población, estén encaminados a evitar la reafirmación nacional y cultural al igual que la emergencia de una conciencia de confrontación con el régimen”.
A estas alturas la desmedulación de la identidad puertorriqueña, de acuerdo con el proyecto de intervención imperial de tan larga data, debía ser un hecho. Pero no es así. Aún entre quienes no tienen conciencia de la justeza y pertinencia del independentismo, y aquellos que por generaciones han crecido como parte de la cada vez más nutrida comunidad latina de Estados Unidos, se observan prácticas resistentes a contrapelo de la deculturación.
Ahí está la lengua como matriz de identidad. Por el habla y la producción literaria predominante, Puerto Rico no solo es un territorio hispanohablante, sino también, con absoluta legitimidad, un eslabón inalienable de la cultura latinoamericana y caribeña.
El investigador Rubén Darío Jaimes hace notar cómo a partir de los setenta del pasado siglo la literatura comenzó a desacralizar la realidad insular desde la parodia, la ironía, el humor y la reivindicación de la cultura popular. Y afirma: “La diversidad exuberante y la contundencia de la escritura puertorriqueña le brindan un espacio privilegiado dentro de las literaturas latinoamericanas, aunque es menos conocida de lo que merece. Las voces populares se hallan en el centro de una expresión del nacionalismo cultural puertorriqueño, lo que pone sobre el tapete de la discusión el tema del poder de la palabra en las dinámicas de reafirmación cultural”.
La mayoría de sus artistas e intelectuales en activo, como tantísimos otros en el pasado, defienden la entidad puertorriqueña y no pocos profesan una vocación independentista. Tales impulsos animan el canto de Danny Rivera y Roy Brown, de Andy Montañez y René Pérez (Calle 13); la obra gráfica de Lorenzo Homar y Antonio Martorell, y lo mejor del teatro popular.
La resistencia cultural se expresa también en el seno de los propios Estados Unidos. El 25 de febrero pasado, frente a la sede de las Naciones Unidas, el Frente Independentista Boricua, el artista Luis Cordero y la organización The Illuminator, proyectaron gigantescas imágenes alusivas a la ilegalidad del estatus de la isla antillana.
En 1937 el notable compositor Rafael Hernández escribió una canción que muchos, nacidos o no en la isla, llevan consigo: “Preciosa te llaman los bardos / que cantan tu historia; / no importa el tirano te trate / con negra maldad; / preciosa serás sin banderas / sin lauros ni glorias. / Preciosa te llaman los hijos de la libertad”. Así queremos llamar siempre a Puerto Rico.