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Cultura

La destrucción de un patrimonio cultural

Jorge Cortés Ancona

Un aspecto clave de reconocimiento de una ciudad son sus símbolos populares, aquellos espacios o elementos que forman parte de la vida diaria y que corresponden a una tradición mantenida por muchos años. Espacios y elementos que son conocidos y empleados por la población como parte de su rutina. Aunque sus inicios a veces no estén muy alejados de nuestra actualidad, son lugares que han sido centro de confluencia de la sociedad.

Sin embargo, en Mérida estamos presenciando la destrucción paulatina de esos sitios. Seguimos perdiendo espacios de convivencia y vitalidad urbana y borrando las huellas del tiempo. Ya perdimos cafés que eran referentes de personas de diversos estratos sociales, sitios de encuentro previsto o casual, como lo fueron La Flor de Santiago, El Louvre y El Express, sin que hayan sido sustituidos por otros similares.

En La Flor de Santiago hacíamos un agradable viaje al pasado, con un ambiente propicio lo mismo para la convivencia que para el diálogo con uno mismo, además de la deliciosa sencillez y economía de sus productos. En El Louvre podíamos compartir las mesas grandes con cualquier persona, ya fuese un intelectual, un político retirado o algún comerciante o agricultor proveniente de otras poblaciones yucatecas, y lo mismo pasarnos horas que permanecer solo el tiempo de consumo. En el Express en una atmósfera de luz discreta era posible apreciar cómodamente el paso de todo tipo de gente, que en algún momento podía acercarse a departir aunque fuese unos minutos.

Ya solo como supervivencia heroica encontramos las cantinas tradicionales, con su peculiar decoración distintiva. El Bufete, que era una de las más representativas, desapareció de la noche a la mañana para convertirse en una más de las tiendas de conveniencia que inundan la ciudad. El Grillón, que era un bar de obreros, siempre repleto y lleno de vida, cerró por unos meses y se desplazó luego cuatro cuadras al norte sobre la misma calle, pero ya sin su condición bulliciosa y con otro tipo de clientela. El sitio que ocupaba desde 1912 frente al parque Eulogio Rosado estuvo cerrado un buen tiempo y luego fue ocupado por un comercio anodino. Otros bares se han encargado de eliminar su mobiliario tradicional, borrar pinturas populares en los interiores y cambiar su botana para tratar de “gentrificarse” o “elitizarse” con resultados muchas veces decepcionantes para ellos y para sus parroquianos.

Todos esos negocios han sido parte del patrimonio cultural de Yucatán, con independencia de que hayan durado solo algunas décadas. Su pérdida ha obedecido varias veces a supuestos problemas de pago de renta, aunque a veces parece un pretexto malintencionado para acabar con espacios reconocidos. No estamos diciendo que tales negocios deban ser eternos, pero sí que su cierre o desaparición dependa de causas justificadas y, sobre todo, que sean sustituidos por otros similares en áreas cercanas. Si no es posible mantener el lugar por sí mismo, que persista el tipo de lugar.

Es algo parecido a la admonición de un maestro de artes visuales, que en relación a la posibilidad de hacer murales en algún recinto educativo de Yucatán afirmó que tenían que ser efímeros, transitorios, a fin de “no tener que cargar con muertos” (¿a qué caso reciente nos recuerda eso?). O a la de algunos comerciantes meridanos que se burlan de la conservación del patrimonio histórico del centro de Mérida, considerándolo como un “vetusto museo” que a nadie interesa y que resulta muy caro de mantener, razón por la cual no hay que preocuparse de conservarlo.

Todo eso explica la rapidez con que se trata de evaporar cualquier signo de permanencia. Un ejemplo menor es el de una frase escrita en el piso de la banqueta poniente de la calle 56 x 61 y 63, donde durante casi dos decenios se pudo leer en letra bien trazada la frase “La luna possible” (así con doble ese) y que sirvió de portada para un libro colectivo de tema literario gracias a una foto de Guillermo Díaz. Poco tiempo pasó después para que esa frase desapareciera, sin razón alguna, mientras a la fecha en la misma banqueta persiste un hueco que constituye un riesgo para los peatones. Había que evitar que esa frase en la acera se volviera un símbolo permanente.

A diferencia, en la Ciudad de México encontramos sitios que se han mantenido por decenios, e incluso supervivencias de tiempos históricos. Me gusta ir al Tío Pepe, cerca del barrio chino, una cantina que data de fines del siglo XIX, y no voy solo por tomar dos cervezas, algo que puedo en muchísimos lugares, sino por disfrutar del lugar mismo, que ha mantenido el mobiliario y decoración de la época, apenas con los cambios indispensables para adecuarse a la tecnología actual. En caminatas por las calles de la megaurbe nos encontramos con negocios antiquísimos y que siguen abiertos al público, como uno también de fines del XIX dedicado a la venta de herramientas de trabajo rural.

Es cierto que en Mérida han surgido otros sitios que se están volviendo referencias y que a pesar de que surgimiento o renovación es reciente parecieran tener una tradición de décadas, pero habrá que ver si logran evitar la malevolencia de las presiones económicas para que cierren, para que no se conviertan en símbolos culturales y los terratenientes urbanos, con mentalidad de nómadas, no tengan que “cargar con esos muertos”.

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