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Cultura

Viaje al fondo de Ramón Bravo

Joaquín Tamayo

El mar fue su tierra prometida. Su hábitat natural. Al menos así sucedió durante más de cuarenta años. Solo la muerte interrumpió su travesía. Jamás podría uno imaginar que el buzo y camarógrafo Ramón Bravo falleciera en las profundidades de los océanos o en la lucha contra la orca o nadando con el oso polar que intentó desgarrarlo cuando apenas se conocían. Pero a este notable reportero de los mares no lo definió su muerte, sino su obra. Un poderoso legado en distintos sentidos: fue el primer hombre en fotografiar y comprobar que los tiburones sí duermen, reposan como cualquier ser vivo, y que no se mantienen en movimiento constante, según la antigua teoría de los investigadores. Fue también el primero en bucear con una cámara en las gélidas aguas del Ártico y en honrar, con un santuario, al manatí en riesgo de extinción. Ramón Bravo Prieto era coahuilense y dividió sus pasiones entre el periodismo y el deporte. En 1952 participó con la delegación mexicana de natación en los Juegos Olímpicos de Helsinki, junto con el cineasta Alberto Isaac. Posteriormente se integró a medios impresos como Deporte Ilustrado y El Universal; sus reportajes sobre los litorales y las competencias deportivas que ahí se gestaban le valieron el reconocimiento de los especialistas, pero sobre todo la agudeza de su cámara submarina llamó la atención de algunos exploradores profesionales. Más adelante, luego de grabar diversos documentales para la televisión mexicana, fue reclutado por Bruno Vailati, el oceanógrafo italiano. A la par del trabajo con Vailati, requirió sus servicios el célebre francés Jacques Yves Cousteau. Tanto con uno como con el otro, el periodista dejó el testimonio de su sensibilidad en el fondo de las aguas, logró captar el sistema nervioso del reino marino y atrapó para siempre la misteriosa belleza del silencio. Galeones hundidos, bancos de corales y nuevas especies se volvieron noticia gracias a las imágenes que este expedicionario trajo a tierra firme. No obstante, hay una parte del acervo de Ramón Bravo que a la fecha sigue encubierto, oculto casi como un naufragio: su carrera de escritor, de novelista, pues paralelamente a sus compromisos laborales se dio el tiempo para escribir un puñado de libros que, si bien es cierto no son un dechado de técnica literaria ni aspiraron a serlo nunca, también es verdad que insuflaron entretenimiento de calidad a través de un género poco practicado en nuestro medio: la novela de aventuras.

El cenote de la muerte, Carnada, El galeón, Un tesoro bajo el mar y Tintorera conforman el conjunto más representativo en materia de ficción. En periodismo publicó volúmenes sobre Isla Mujeres, Holbox y Buceando con tiburones. Pero Bravo nunca tuvo pretensiones estéticas o artísticas.

Por el contrario, fue un narrador de prosa eficiente y de amplio conocimiento sobre el tema que trataba. Un aire a lo Ernest Hemingway se cuela en algunas de sus obras cuando intenta explicar ciertas condiciones de la naturaleza, especialmente aquellas que se refieren al comportamiento de las especies o a la estrategia adecuada para bucear, arponear o pescar mar adentro. Con igual sabiduría habla de las corrientes de los océanos y describe como nadie lo hizo antes el paisaje del mar Caribe. De modo que Bravo retrata los usos y costumbres de la península de Yucatán: los sabores, los aromas, los colores, los sonidos y, en simultáneo, los vínculos sociales, las tradiciones, los ritos paganos, las ceremonias mayas y la fuerza de su gente; en fin, las texturas de la región quedaron en ese grupo de novelas que, además de relatar las peripecias de héroes y villanos, muestra un universo hasta entonces desconocido y refleja el espíritu de una década: la transición entre fines de los sesenta y mediados de los setenta del siglo XX en el sureste de México. En El cenote de la muerte, por ejemplo, el escritor convirtió el puerto de Dzilam de Bravo en una comunidad maya que vive sujeta a los designios de un cenote. Uno de los asuntos centrales es el sometimiento de campesinos ante los caciques y saqueadores y lo mucho que le ha costado a un joven del pueblo graduarse como maestro rural. Su muerte inesperada pone en riesgo los valores morales y la estructura de esa sociedad. Un tesoro bajo el mar proyecta el comienzo de la explotación comercial en el estado de Quintana Roo, que sin miramientos arrasaría con la naturaleza y las creencias de sus pobladores originales. En estas páginas se revela cómo la codicia articuló muchos intereses ajenos y ante esta amenaza los nativos de Isla Mujeres debieron oponer resistencia.

Pero es en Tintorera donde Ramón Bravo alcanzó su madurez narrativa y vivencial. La película del mismo nombre, derivada del libro y dirigida por René Cardona Jr., no le hizo justicia a la intensidad del relato y a sus distintos asuntos: el hipismo, la nueva libertad sexual y el uso de drogas en el Caribe, los cuales constituyen el ámbito en el que un hombre de mediana edad y con poder adquisitivo encara a su verdadero yo.

Aunque la trama gira en torno al tiburón depredador que ronda la isla, la otra historia de Tintorera es la del despertar hacia una nueva forma de vida. Esteban de la Fuente, el protagonista, decide por fin liberarse de sus atavismos y complejos de clase para adentrarse en la incitante aventura sexual y existencial que los hedonistas Gabriela y Miguel le proponen. El triángulo amoroso se consuma. La novela es, a fin de cuentas, un tributo a la amistad más allá de las pasiones. La tintorera no es el enemigo a vencer. Por eso Esteban no deja de sorprenderse: es posible que ese peligro que representa la tintorera no esté en el fondo del mar, sino en el lecho de los amantes. Es ahí donde unos y otros se devoran.

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