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Rubén Darío o las orillas de un discurso herético*

Foto: Internet
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Si vemos el modernismo como un estado histórico de la consciencia en el que florece una forma específica de la imaginación creadora, la posibilidad de comprender más finamente sus coordenadas ético-morales, sus marcos políticos de referencia, su relación con el lenguaje y las categorías estéticas que lo caracterizan, parece quedar más al alcance de nuestros instrumentos analíticos; el modernismo, por fortuna, no se agota en ningún tipo de generalización y lo único que cabe es consignar su importancia en un ámbito que desborda lo estrictamente literario.

Considerando lo anterior, la obra de Rubén Darío se abre entonces como un abanico de posibilidades cada vez que uno la visita, y ella pareciera resonar constantemente en ángulos cuya aparente distancia con respecto del mundo y las preocupaciones del  nicaragüense pudieran sugerir una casi absoluta disparidad. Leer, por ejemplo, a Darío desde algunas perspectivas derivadas de la filosofía de la imaginación (pienso, por ejemplo, en Gaston Bachelard o en Sartre), resulta profundamente interesante en la medida en que se nos revela un ser humano que interroga al mundo a partir de una imaginación plena y productora que lo impulsa hasta los límites de la consciencia hacia un devenir psíquico tan vigoroso que se traduce en un crecimiento del ser. Si Gaston Bachelard hubiese leído al autor de Prosas profanas, lo consideraría un soñador de palabras, es decir, alguien que escucha los rumores de los ensueños y trabaja en el polo femenino de la psique humana.

Tomando entonces en cuenta que en algunos meses se cumplirán ciento treinta años de la publicación de Azul… voy a emprender aquí una especie de trabajo hermenéutico en torno a “El rey burgués”, utilizando como aparato conceptual los planteamientos propuestos por Michel Foucault sobre las formas de control discursivo (en sus consideraciones en torno al “poder social”) mismo que se ejerce y reproduce mediante las relaciones de autoridad-subordinación por las que se edifica todo orden consuetudinario. Antes, sin embargo, me permitiré hacer algunas aproximaciones a Azul… para sustentar de mejor manera mi análisis.

Comenzaré anotando que una de las cosas que me causan mayor asombro en la obra es precisamente la forma de mirar el mundo que Darío proyecta poniendo en juego las cualidades de su imaginación fusionante, misma que, según la define María Noel Lapoujade, es aquella “imaginación que, estéticamente, se regocija en la comunión (y) apela a una mágica unión en la que exterioridad-interioridad, subjetividad-objetividad, movimiento-contemplación, éxtasis e intimidad se evaporan para des-cubrir totalidades sin fisuras” .

En Azul… todo opera bajo el principio de la comunión extrema, misma que es impulsada por una impresionante fuerza erótica donde lo mágico y lo místico se funden en una armonía precaria que nos subyuga por su carácter siniestro, concepto que, definido a partir de Freud, alude a esa sensación de extrañeza que nos produce lo que de común nos resulta familiar. Ciertamente, en Azul... se funden con un eclecticismo libérrimo la conciencia romántica con la formalidad parnasiana y las búsquedas simbolistas, pero esta comunión formal y estética va todavía más allá, porque en ella quedan también involucrados los anhelos locales con la necesidad de sentirse universal en un momento crucial para Hispanoamérica, que comenzaba a construir su identidad a partir de un mestizaje que dejaba de ser visto como un lastre y que tenía como eje la gran capacidad del hombre americano para recibir el mundo y apropiarse de él sin más restricción que la que pudiera determinar una imaginación excitada por la creatividad.

Ese carácter mestizo nos permite consignar cómo debajo del preciosismo de Azul… lo que prevalece es una enorme desesperación cuyo dramatismo nos brinda algunas claves de lectura para la obra. En Azul... la huella autobiográfica queda diluida casi hasta su mínima expresión, para dar paso a otras inquietudes; la obra va cimentando en muchos sentidos la modernidad literaria de Hispanoamérica, pues en ella no sólo se forja un estilo sino una manera de ver la literatura y aun un público lector, cómplice y semejante de quien produjo la obra, como lo querían Baudelaire y Rimbaud; el título mismo del libro es una frase que tendría que ser completada por el receptor en algún momento (al menos eso indican los puntos suspensivos, sugiriendo, además, que en Darío el azul es mucho más que el color del ensueño).

Aquí me veo forzado a hacer un rodeo para tratar de explicar mi intuición. Con el romanticismo nació una nueva actitud del poeta ante el lenguaje, que presuponía que entre éste y la realidad había un vacío insuperable; la palabra era mucho más que un membrete, pero mucho menos que una herramienta capaz de expresar lo sustancial del mundo, y por ello el poeta era un combatiente que entra a la lucha con la batalla perdida de antemano. A partir del romanticismo, toda la literatura se hace utilizando la palabra como una materia poco confiable y siempre volátil; por eso, la utopía que años más tarde edificaron los simbolistas consistió en convertir la palabra en música para liberarla de la necesidad de significar. En el fondo de esta desconfianza estaba la intención de establecer una nueva relación con la naturaleza que, como decía Baudelaire, es un bosque de símbolos acuñados por una espontaneidad aparente; el problema radicaba en encontrar los límites entre lo humano y lo natural en un contexto de caos generalizado. En esta nebulosa, la gran tentación se sintetizó en recuperar la transparencia del lenguaje para poder penetrar con sus poderes alquímicos en los misterios del cosmos (recordemos que las llamadas ciencias ocultas eran un práctica común a finales del siglo XIX en Hispanoamérica).

Así, en una primera aproximación, podemos proponer que para Darío lo azul no es otra cosa que la suma de las transparencias más intensas, como acontece con el cielo y el mar. 

De esta manera, sin eludir la referencia a la frase de Victor Hugo (quien afirmaba que “el arte es lo azul”), la significación del azul en Rubén Darío va más allá de una simple conexión con una forma de metaforizar la experiencia estética, ya que en el título de la obra del nicaragüense el color azul es aquello que nos protege del vértigo y de la posibilidad de experimentar el hecho contundente del abismo; a fin de cuentas, como decía Argensola, “este cielo que vemos no es cielo ni es azul”.

En el título de su obra, Darío establece mucho más que un referente de su tiempo (Teófilo Gautier y Mallarmé, entre otros, utilizaron, junto con Hugo, el color azul como un símbolo). Lo azul para Darío es aquello que está y no está; es una ilusión de nuestros ojos, una secreción de nuestra imaginación, casi un mecanismo de defensa. A través de lo azul irrumpe lo irreal en lo real para reconfortar al ser humano; es ciertamente el color del ensueño, pero también lo que nos redime de la dispersión absoluta y de la ceguera.

Atendiendo a estas consideraciones, podemos ver que Azul… es una obra que juega poéticamente con la dualidad (en el sentido en el que Bachelard podría entender el término cuando habla del instante poético como esa especie de nudo en el que se atan simultaneidades múltiples en un tiempo detenido y vertical en el que los opuestos se armonizan) y donde lo irreal se instala como una manera de aliviar el peso de lo real; los cuentos que constituyen la primera parte del libro tienen siempre ese componente, como en el caso de “La ninfa”, “El Palacio del Sol” o “El velo de la reina Mab”. Otro ejemplo de la dualidad de la obra es el que establecen la sensualidad y la desesperación, como una respuesta al filisteísmo de una burguesía que se adueñó del mundo sólo para sacar de él, por inservible y ocioso, ese lujo del espíritu que es la poesía.

A ese nivel, podríamos decir que Azul... es una de las obras más contestatarias de la literatura latinoamericana, pues no solamente se opone al romanticismo vacuo que permeaba la poesía en lengua española, sino también al materialismo burgués, a los regionalismos ingenuos, a la masificación y a la pobreza, al afán de lucro desmedido, a la lógica de la oferta y la demanda, pero sobre todo, a la triste condición de organillero a la que la nueva sociedad mercantil había confinado al poeta.  En su libro, Darío protesta utilizando la imaginación al más puro estilo romántico, es decir, empleándola como instrumento de transgresión; en un mundo dominado por el pensamiento positivista, el evolucionismo y la ciencia mecanicista, el poeta encontró en el culto a la sensualidad un refugio en el que podía sentir el infinito al alcance de su mano.

En ese contexto, no resulta difícil reconocer las razones que llevaron a Darío a colocar como primer trabajo de Azul… un cuento tan simétricamente construido como lo es “El rey burgués” (curiosamente subtitulado ) en el que el escritor proyecta una interpretación decididamente lúcida de su mundo a partir de la cual se traslucen una ética, una estética y una postura política perfectamente definidas y que sirven como soporte sensible de toda la obra.

Más allá de la anécdota, por lo demás extraordinariamente sencilla, en “El rey burgués” hay un juego discursivo cuya construcción es sorprendentemente aguda porque responde a una dialéctica cuyos términos de contradicción parecen tener un eco hegeliano que permite que el relato se estructure con un sentido riguroso de la proporcionalidad, donde el conflicto narrativo se establece entre dos visiones del mundo mutuamente excluyentes: la del rey burgués y la del poeta. Siguiendo a Michel Foucault, pudiéramos decir que Darío nos ofrece un cuento cuyo fundamento trágico tiene como eje la existencia de dos maneras contrarias de ordenar la vida, lo que se traduce en la existencia de dos estructuras discursivas que materializan relaciones de poder, de dominación y de resistencia.

Y es que, desde la perspectiva de Foucault, el poder se constituye como un principio discursivo a través del cual se edifica y reproduce un orden social que aparece ante nuestra consciencia como lógico, coherente y natural sin necesariamente serlo; el francés puntualiza que para que este orden se sostenga y legitime su viabilidad es necesario evitar la proliferación de discursos alternos, lo cual se consigue con una serie de mecanismos que controlan la producción discursiva, seleccionan los discursos que pueden ser aceptados dentro de un esquema normativo y facilitan o impiden (según sea el caso) la circulación de los mismos para “conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.”.   Foucault plantea que el control discursivo se realiza a través de mecanismos de exclusión y de enrarecimiento, estableciendo prohibiciones abiertas, invalidando al emisor o argumentando falsedad (en el caso de la exclusión) o bien reforzando el discurso hegemónico, ritualizando a algunos emisores o desarrollando normatividades que establezcan quién, cuándo y dónde puede algún discurso ser pronunciado (en el caso de los mecanismos de control por enrarecimiento). El filósofo francés puntualiza que, aunque el discurso parezca un asunto de poca importancia en nuestras vidas, su vínculo con un orden revela su profunda relación con el deseo y con el poder. A fin de cuentas, el discurso es el objeto de un conflicto profundo porque en él y por él se establece un orden para nuestras vidas, orden que, sin embargo, no es aleatorio y responde a intereses perfectamente determinados.

Siguiendo este esquema conceptual podemos observar en “El rey burgués” una dualidad constituida por un discurso y un contra-discurso que se oponen en cada una de sus proposiciones. Para el rey burgués, por ejemplo, el escenario natural de “la” vida era la ciudad inmensa y brillante (donde tenía un palacio soberbio y ostentoso), mientras que, para el hombre de rara especie que sus lacayos le presentaron, ese ser extraño e indigente que se hacía llamar “poeta” y que afirmaba vivir lejos de la “ciudad malsana”,  sólo la selva, sitio de la Naturaleza Sagrada, puede fecundar en el ser humano todas sus energías, su sentido estético y sus posibilidades de libertad.

De entrada, entonces, a los ojos del rey burgués el poeta era un ser insólito que vivía de una forma no sólo peculiar sino hasta impensable e inaceptable, perspectiva que supone la necesidad de poner en práctica un mecanismo de control discursivo que opere por un fundamento de separación y rechazo, donde la palabra quede nulificada al atribuírsele falsedad o irrelevancia, como sucede, por ejemplo, con el discurso de una persona desquiciada cuyas afirmaciones deben ser olvidadas por su ingenuidad o por la ausencia de todo principio de racionalidad, convirtiendo en ruido lo que es un discurso alternativo y evitando de esa manera su circulación.

En “El rey burgués” el poeta está fuera de lo que Foucault denomina como “voluntad de verdad”, ese dispositivo a través del cual lo verdadero se establece de manera meta-lógica a partir de la discrecionalidad de quien ejerce el poder. Por tanto, el discurso del poeta está acotado por un principio de exclusión originaria que desarticula sus posibilidades de circulación. El rey era amante de la ostentación, aficionado a las artes (aquí hay una agudeza de Darío pues todo indica que el término se vincula con la noción griega de techné, que alude al saber práctico y funcional y no a la expresión de la sensibilidad humana), generoso con sus aduladores, practicante del falso refinamiento, diletante del hedonismo y fanático de las normas y de la corrección académica; el rey amaba el orden que había impuesto y le daba el nombre de “armonía”. Su palacio reproducía el mundo, un mundo que era suyo, “por lujo y nada más”.

Sin embargo, de manera impensada, en ese orden se presenta una anomalía, “una especie rara de hombre”, una cosa —diría Lukács— (nunca un semejante), una entidad inusitada entre su colección de objetos exóticos. Él, el rey burgués, el que había invitado a todos a su convite, el que había pregonado la libertad, el que había hecho de la igualdad un evangelio, el que había roto con el pasado trágico de la humanidad, el que se asumía como arquitecto de un presente vigoroso, era interpelado profundamente a través de cuatro palabras: “Señor, no he comido…”, a las que respondió con un escalofriante pragmatismo: “Habla y comerás…”.

Todo es muy ágil en este pasaje, mas esta circunstancia hace que el cuento se cargue de sugerencias que traslucen la manera altamente compleja con que Darío miraba el mundo y sus propias condiciones de existencia. A la luz de Foucault, la respuesta del rey burgués refleja perfectamente la lógica del discurso de poder, donde no caben la piedad ni la conmiseración y mucho menos cualquier residuo de solidaridad o de simpatía. El poder tiene que operar fatalmente en pro de su perpetuación. “Habla y comerás” es una prescripción siniestra que supone ordenarle al otro manifestar sus deseos y abrir sus cartas para dejarlo en absoluta indefensión, sin que ello  represente desventaja alguna para el poderoso; todo se reduce a saber si el poeta es digno de sentarse a la mesa o de recibir únicamente las migajas. El poder ha echado a andar su maquinaria; los alfiles del rey están al acecho.

Y el poeta comienza a hablar del porvenir (no del pasado ni del presente infausto), habla de su estoicismo y de su fe en algo que está más allá de la materia, habla del arte como un fin en sí mismo, como un lujo del alma mucho más que como una operación sobre la materia; marca su preferencia por el barro (del que están hechos el hombre y el mundo) sobre la frialdad y la dureza del mármol y el marfil; consigna su rechazo hacia la poesía almibarada y su preferencia por el verbo profundo y revelador; se asume, socráticamente, como partidario de la areté griega, es decir, de la admiración hacia los que han conquistado la excelencia y el virtuosismo, y por eso no acepta que sus versos sean valorados por los ignorantes a quienes el rey burgués ha autorizado a opinar sobre cualquier asunto para hacerles creer que en su mundo existe la libertad de expresión, finalmente, reitera su fe en la persecución del Ideal como fin de todos los afanes humanos.

En respuesta, el poder deja caer sobre ese raro espécimen humano toda su fuerza: la sentencia es contundente: calla y comerás…, calla y tendrás oportunidad de ganarte el pan, tu hambre será adormilada a cambio de tu silencio… No hay salida, las alternativas están clausuradas: “Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas (…) Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas ni de ideales…”. Y sometido por el hambre y por la sinrazón de un poder escindido en ordenamientos, simbiosis y signos vacuos, el contra-discurso del poeta (llamado despectivamente “jerigonza”) es desestabilizado y puesto fuera de circulación para desinfectar al mundo de cualquier anomalía; bajo su cáscara retórica, el poder se impone sin pudor alguno y no para hasta aniquilar a quien con su sola presencia impugna su soberanía.

Ahora bien, si consideramos “El rey burgués” como una especie de prototipo de todo el libro en que está contenido, veremos entonces que su inclusión como primer trabajo de Azul… no es casual y responde a una concepción bien pensada de toda la obra y nunca a una simple yuxtaposición de trabajos. Si abrimos la perspectiva, veremos que en el libro operan la dualidad y la simetría, aspectos formales de una estética que ancla en una ética de la virtud en la que lo bello impulsa la voluntad de vivir buscando el constante desarrollo de nuestras cualidades humanas.

Cuando sustituimos lo bello por lo ostentoso o cuando obramos en función de la mayor utilidad de nuestras acciones e identificamos el bien con el placer, estamos, para Darío, claudicando en la edificación de nuestra condición humana, estamos traicionando nuestra vocación de ser felices y trocando la vida en un festín donde priman la superficialidad y el individualismo. Socráticamente —lo repito—, el poeta considera que por la conquista del bien el hombre consigue ser feliz y que la felicidad es un estadio superior de bienestar en el que hemos logrado quitar los obstáculos que impiden a nuestras almas ejercer su actividad de manera excelente y aproximarse a la perfección.

Como quiera, en toda esta perspectiva Darío pone en juego un agudo sentido crítico que pareciera dejar poco lugar a la esperanza. En Azul… no parece haber redención posible y aunque ya Juan Valera consignaba el pesimismo de la obra, Darío no quiere claudicar y en la defensa de su derecho a las ensoñaciones queda consignada su personalidad rebelde y transgresora que se abisma y se eleva para recordarnos que el poeta es un lector de las libertades humanas y que la luz recibe su claridad de la mirada del hombre.

En sus frases y en sus versos, Darío mixtura la resina con la miel para devolver al lenguaje a su estado primigenio, feliz y claro como el estreno del amanecer en que el mundo era soñado antes de ser visto y cantado antes de ser nombrado. En esa confianza siempre provisional, Rubén Darío encontraba la energía para seguir adelante con un entusiasmo dramáticamente amenazado por las fatalidades donde, sin embargo, no cabía la derrota. Darío parecía tener claro que había que dejar un rincón del corazón para el optimismo y que éste constituía el gran acto herético en un mundo en el que la fatalidad nos amenazaba con agrietar definitivamente la esperanza.

Como militante radical del optimismo, Darío reconocía que no vivimos en un mundo perfecto, pero sí en un mundo perfectible cuya transformación es consecuencia de los afanes y elecciones humanas; el germen de esta perspectiva (que más tarde veremos plenamente desarrollada en Cantos de vida y esperanza) lo podemos encontrar en “Anagké”, poema que, leído desde la perspectiva del vitalismo de Gottfried Leibniz, pudiera sugerirnos que Darío se había aproximado al filósofo alemán, quien imaginaba a dios como un matemático que ordenó el mundo de la mejor forma posible de entre las muchas que él hubiera podido encontrar. La agudeza de Darío es interesante pues si aún en su perfección dios es capaz de aspirar a lo perfecto, ¿por qué el hombre no podría impregnarse de ese impulso divino?

Quizá los puntos suspensivos de Azul… nos indican que a Darío le quedaba mucho por decir y, por tanto, el pesimismo que le atribuyó Juan Valera era más bien una forma sublime de practicar el estoicismo. Si esto es así, Azul… es entonces el extremo de un continuo en cuyo lado opuesto se encuentra la esperanza. En un mundo turbulento, Darío nos enseñó que la praxis de la esperanza es el mayor antídoto contra la sinrazón.

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