Síguenos

Última hora

TikTok suspende operaciones en Estados Unidos

Cultura

Jazz a golpe de tambores batá

Pedro de la Hoz

No por conquistar el pasado noviembre con ese álbum su cuarto Grammy Latino –los premios son importantes pero no todo–, Chucho Valdés confirmó con la salida en 2018 de Jazz batá 2 (sello Mac Avenue) un reinado en la vanguardia del jazz latino. Tanto es así que en la agenda del pianista, compositor y orquestador cubano en estos meses iniciales de 2020, el menú de sus presentaciones en España, Francia e Italia se anuncia a base del repertorio del disco laureado.

Fundadas motivaciones asistieron a Chucho para acometer esa nueva y fecunda empresa. Ante todo, un gesto de gratitud al talento y el concepto musicales heredados de su padre, Bebo Valdés (1918 – 2013) en el año del centenario de su nacimiento. Bebo comenzó a experimentar con la inclusión de los batá en la orquesta hacia 1952, fecha en que estrenó una pieza titulada Omelenkó.

Para ser preciso, diré que más que considerar el juego completo de los tres tambores, Bebo jerarquizó el itótele u omelenkó, que es el de tamaño mediano y define el toque. Esa fue la piedra angular de un ritmo que Bebo denominó batanga, el cual gozó de limitada popularidad en los años cincuenta, opacado por la fiebre del cha cha chá.

En Jazz batá 2, Chucho optó por un formato reducido: el contrabajista Yelsy Heredia, el percusionista Yaroldy Abreu y el batalero Dreiser Durruthy, quien asume los tres tambores a la vez. En la liturgia, cada tamborero toca un instrumento: el iyá, el mencionado itótele, y el okónkolo. Lo que hace Durruthy no es la excepción; de un tiempo a esta parte no pocos percusionistas cubanos, al incorporar los batá a orquestas jazzísticas o de baile, montan en una sola batería la triada de tambores cónicos, semejantes a relojes de arena.

El disco no tiene desperdicio. Chucho se inspira en la vanguardia del jazz, los mitos religiosos afrocubanos y la música clásica europea. Sobre los ritmos dinámicos de Son XXI, originalmente extraídos de una partitura del compositor cubano Enrique Ubieta, el pianista interpreta una línea solista de sumo ingenio y máxima libertad. Obatalá, invocación a la deidad yoruba homónima, pasa de la plegaria festiva a la exaltación rítmica sabiamente dosificada. En The Clown, el piano en solitario evoca el impresionismo raveliano. Todas las piezas se hallan recorridas por el empaque percutivo de los batá, que estructuran un contexto sonoro referencial incluso cuando el código jazzístico esté voluntariamente vulnerado.

Chucho también pensó en su propia trayectoria a la hora de concebir este disco. Todos saben que Irakere es una marca de identidad de la música popular cubana contemporánea. La banda revolucionó el jazz afrocubano y la música de baile a partir de 1973, cuando se dio a conocer en la isla.

Lo que no todos saben es que Irakere fue la consecuencia directa de dos hitos precedentes: uno, la participación en 1970 de un grupo de destacados integrantes de la jazz band denominada Orquesta Cubana de Música Moderna en el festival Jazz Jamboree, en Varsovia, y las sesiones de estudio en 1972 de un trío derivado de aquella experiencia.

A la capital polaca Chucho Valdés concurrió con un quinteto. El impacto fue extraordinario. El afamado pianista estadounidense Dave Brubeck, que cerraba el programa donde se presentaron los cubanos, abrazó a Chucho y le dijo emocionado: “Never stop, never stop…”. La obra Misa negra, una suite que conjugaba los acentos más renovadores del jazz con la rítmica de origen yoruba aportada por los tambores batá, dio la medida de un cambio de perspectiva.

Chucho, conectado con esa línea estética, quiso entonces concentrar los hallazgos sonoros en un trío y fue así cuando, por los días en que barruntaba la idea de Irakere, logró reunir en uno de los estudios de la Egrem en la calle San Miguel, de Centro Habana, al contrabajista Carlos del Puerto y al percusionista Oscar Valdés, ambos a la poste fichados para la base rítmica de la emblemática banda.

El papel de Oscar era interpretar los tambores batá tanto sobre la base de los toques y células tradicionalmente ejecutados durante la liturgia de los cultos cubanos de origen yoruba como para dar cuenta de las sutiles figuraciones que el genio de Chucho imponía al redimensionar el concepto jazzístico que iba perfilando.

Es que por entonces Chucho sentía que no bastaba con transitar por el terreno abonado por quienes le antecedieron en la evolución del jazz afrocubano. El contaba con la capacidad, la posibilidad, la intelección y la intuición necesarias para dar el salto de calidad que luego se expresó en Irakere y que se hacía audible en las cinco piezas de Jazz batá.

Escuchar ese disco es un viaje a la raíz pero no al pasado. Lo que Chucho y sus compañeros lograron en Jazz batá –sin el cual la versión de ahora no tendría asidero– seguirá siendo un adelanto del futuro.

Siguiente noticia

Ecos de mi tierra