Síguenos

Última hora

Secretaría de Seguridad Ciudadana advierte de extorsiones a pensionados del IMSS

Cultura

A la Bandera de México*

Emiliano Canto Mayén

México, creo en ti,

Porque si no creyera que eres mío

El propio corazón me lo gritara

Y te arrebataría con mis brazos

A todo intento de volverte ajeno,

¡Sintiendo que a mí mismo me salvaba!

Ricardo López Méndez

Todos los días son especiales, puesto que los poseemos y porque en ellos, con nuestra acción y pensamiento, imprimimos la vida a nuestra existencia. A pesar de esta verdad, aunque el hoy es único e irrepetible, muy pocas fechas en el calendario son extraordinarias para todos los habitantes de un país.

En los Estados Unidos Mexicanos, el 24 de febrero de cada año es una de esos días de excepción, durante los cuales todos elevamos la mirada, con profunda reverencia, hacia un admirable símbolo de unión e identidad.

Este objeto, ondulante e hipnótico, que despierta en nuestra inteligencia un torrente de emociones, ternuras y orgullos, es la Bandera de México. Ella, como una madre, es –de acuerdo con los términos del juramento que recién hemos realizado– el legado de nuestros héroes.

La Bandera, como el Himno Nacional y el Escudo, nos congrega ahora y, por ello, conviene recordar la historia de la independencia que hizo libres a nuestros ancestros y mexicana a nuestra nación.

Pocos siglos han empezado con tan malos augurios, como el siglo XIX. Hace 212 años, a comienzos de 1808, el Emperador de Francia, Napoleón Bonaparte, invadió España, destronó a su Rey y desató una guerra más en el continente europeo que, por culpa de su ambición desmedida, arrasó hogares, destruyó familias y acabó con la vida de miles.

En el portentoso dominio de la Nueva España, cuya urbe más importante era Ciudad de México, este cambio radical despertó polémicas y levantó ánimos. Si bien los novohispanos se negaron a reconocer como legítimo al Rey que impuso Napoleón en Madrid, también se mostraron reacios a seguir sirviendo a los españoles sin negociar un trato más igualitario: una oportunidad de transformación se asomaba en el horizonte. Una cauda de antiguas injusticias, virreyes intransigentes y la terrible condición en que vivían los indígenas y las castas, habían generado una insatisfacción y enojo generales que aprovecharon esta crisis política para manifestarse públicamente y salir al ámbito de las palabras y, luego, al de la acción.

Ni el Tribunal del Santo Oficio acalló las opiniones ni las persecuciones detuvieron la conspiración; los debates sobre los asuntos del gobierno virreinal y la guerra en España subieron de tono y desataron una guerra en la Nueva España, cuya consecuencia más inmediata fue la emancipación política de este territorio y la fundación del país que habitamos.

El 16 de septiembre de 1810, Miguel Hidalgo y Costilla convocó con el grito de Dolores a quienes se sentían vejados por el régimen virreinal y, de forma efervescente, se reunió un ejército de descontentos en torno a este líder insurgente: entre las mujeres lucharon Josefa Ortiz de Domínguez y Leona Vicario; y, entre los hombres, destacaron José María Morelos y Pavón, Hermenegildo Galeana, Ignacio Allende y Vicente Guerrero. La mayoría de estos caudillos pagó su osadía con la muerte, ante un pelotón de fusilamiento, y las mujeres fueron víctimas de la violencia y encierro de las autoridades virreinales.

Diez años duró la lucha, se registraron cientos de combates y, en defensa de sus ideales, se sacrificaron Hidalgo, Morelos y muchos caudillos. Napoleón fue vencido en Europa y el Rey de España, legítimo Borbón, regresó a su trono; pero la guerra continuó allí y acá, destruyendo hogares, matando inocentes y sembrando hambre y enfermedad.

Para 1821, todos los bandos en la Nueva España habían sufrido privaciones y se hallaban exhaustos. Todos habían perdido a un pariente y no quedaba un sólo hogar donde un hijo o una hija no hubiera sucumbido ante el deterioro de las condiciones de vida. Fue entonces, cuando aquellos que querían un imperio y los que querían una República, decidieron reconciliarse y pactar la paz.

Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero decidieron contener sus pasiones y perdonar. Habían sido enemigos en el campo de batalla, motivo por el que negociaron y llegaron a acuerdos. Ambos líderes, armados y capaces de continuar con la lucha, cedieron sus intereses particulares ante un bien mayor y, de este abrazo, se declaró formalmente la independencia de México en Iguala, Guerrero, el 24 de febrero de 1821.

Esta circunstancia, en la cual se verificó el nacimiento político de nuestro país, debe movernos a una reflexión desapasionada. El descontento desencadena guerra, violencia y hambre; a estos jinetes destructores sólo puede frenarlos la tolerancia y el diálogo con quienes piensan y opinan distinto a nosotros. Nuestro país, como muy pocos en el mundo, se creó con base en un proyecto político incluyente que se propuso conseguir la paz en la unión, la equidad y el respeto.

Para conmemorar el abrazo de Guerrero e Iturbide, la alianza entre los rivales y la tregua entre los contendientes, se confeccionó el símbolo patrio al que hoy rendimos homenaje. En aquel entonces, la bandera se llamó la Trigarante, porque cada uno de sus colores representó una garantía, con una estrella, que fueron los elementos con los cuales pactaron las fuerzas en lucha: el blanco simbolizaba a la pureza de la religión, el verde la independencia de España y el rojo la unión de los mexicanos.

Han pasado los siglos y, luego de numerosas variaciones y decretos, nuestra Bandera mexicana ostenta hoy un escudo con águila y serpiente, imagen que nos conecta con la fundación ancestral de Tenochtitlán; el blanco rememora la unión de los mexicanos; el rojo recuerda al sacrificio de las mujeres y los hombres que perdieron la vida en aras de fundar, defender y engrandecer a nuestro país; y el verde es el color de la esperanza.

Compañeros, hoy es un día excepcional; admiremos a nuestra Bandera por lo que significó para nuestros abuelos, lo que significa para nosotros y significará para nuestros nietos. En el pasado, presente y futuro, esa Bandera ha sido la enseña de causas justas y grandes. Ya sea en un partido de fútbol, en un funeral de Estado, en el Congreso de la Unión o en un homenaje cívico, ese ícono ondulante y orgulloso es el apellido, el nombre y la dirección de una gran familia: la nuestra, la mexicana. Gracias.

Discurso leído por su autor el 24 de febrero de 2020, en conmemoración del Día de la Bandera de México en El Colegio de Morelos de Cuernavaca

Siguiente noticia

Bolsonaro y Trump, cero en cultura