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Cultura

Boris Vian, efecto múltiple

Pedro de la Hoz

Cuando se habla de hombre orquesta, aparecen en el horizonte Leonardo da Vinci y algunos de sus contemporáneos renacentistas que pintaban, construían artefactos, levantaban edificios y exploraban afiebrados los nuevos territorios de la ciencia y la tecnología. A medida que la modernidad capitalista se fue asentando, la especialización ganó espacio y cada quien se adentró en su parcela.

Por ello, toparnos en épocas recientes con una criatura insaciable, oficiante de varias disciplinas, no es un hecho frecuente. Y si en esos avatares los ejercicios alcanzan cierto grado de eficacia, el protagonismo resalta.

Hace cien años, el 10 de marzo de 1920, nació uno de esos seres inquietos y dotados, el francés Boris Vian. Músico, ingeniero, poeta, periodista, crítico de jazz, productor de discos, novelista, dramaturgo, actor y, por si fuera poco, promotor de una supuesta e inusual “ciencia”, la Patafísica, que pretendía explicar lo inexplicable a partir de la formulación de la ley de la excepcionalidad. Vian se alió en esa aventura, más bien paródica, a ilustres creadores, como el dramaturgo Eugene Ionesco y los artistas Marcel Duchamp y Joan Miró. En el Colegio de Patafísica ocupó, con el rango de Sátrapa Trascendente, el cargo de presidente de la Comisión de Soluciones Imaginarias.

Para colmo, buena parte de su obra no la suscribió con su nombre. Es difícil encontrar a alguien tan pródigo en heterónimos, contabilizados en más de veinte: Vernon Sullivan, Navis Orbi, Baron Visi, Bison Ravi, Boriso Viana, Brisavion, Andy Blackshick, Grand Capitaine, Butagaz, Lydio Sincrazi, Agenor Bouillon, Xavier Clarke, S. Culape, Aimé Damour, Charles de Casanove, Amelie de Lambineuse, Gedeon d’ Eon, Joelle du Beausset, Gerard Dunoyer, Jules Dupont, Fanaton, Hugo Hachebuisson, Zephirin Hanvelo, Odeile Legrillon, Otto Link, Jacques K. Ketty, Vernon Sinclair… y detrás de todos ellos la singularidad de un hombre inabarcable, que no cabía en sí mismo y sólo alcanzó a vivir 39 años de edad.

Hasta su muerte no pudo ser más espectacular. Había ido al cine a ver una película basada en una obra suya, con la que no estaba muy de acuerdo. Quiso saber de qué iba por fin el filme y en medio de la proyección sufrió un infarto. Luego de ser trasladado de urgencia a un hospital parisino, falleció en el cuerpo de guardia.

La película de Michel Gast, en la cual en un principio Vian fue guionista hasta que rompió con los productores y el realizador, versionaba la novela Escupiré sobre tu tumba, publicada con el seudónimo de Vernon Sullivan, un presunto escritor estadounidense que seguía hasta cierto punto los códigos de Dashiell Hammet. El personaje principal, Lee Anderson, mestizo que no parece tal, llega a una localidad sureña en la que se relaciona con un grupo de muchachas de clase media alta, racistas, a las que hace pagar por agravios discriminatorios. Violencia, sexo, lenguaje de adultos que, en 1946, levantaron una tormenta moral que motivó tanto una recepción apasionada en Francia como la interdicción en una cadena de librerías. Sullivan ganó cátedra de escritor maldito con esa obra y otras de corte parecido, Con las mujeres no hay manera y Todos los muertos tienen la misma piel; sólo mucho después, Vian reivindicó su verdadera autoría.

Mi voto como lector va, sin embargo, para una novela que sí publicó con su firma, La espuma de los días. Historias de amor de dos parejas, la narración se desenvuelve inicialmente en un ambiente aparentemente frívolo y disparatado hasta alcanzar una densidad emotiva desgarradora. Entre la melancolía y el surrealismo, el tiempo se desmorona en la narración. Algunas de sus frases quedaron para la historia y alimentaron la saga existencialista: “En la vida, lo esencial es formular juicios a priori sobre todas las cosas”. “Yo no busco la felicidad de todos los hombres, sino la de cada uno de ellos”.

Pienso que a esa novela, que vio la luz en 1947, Vian le puso atención e intención, mientras escribía artículos para la prensa, frecuentaba la bohemia, componía canciones, improvisaba pasajes jazzísticos y, por qué no decirlo, se dedicaba a epatar, como otros tantos de su generación.

Aunque tomó en serio su vocación musical, compuso canciones, se integró a descargas de jazz y escribió profusamente sobre este género, en el que admiró, por encima de todos, a Miles Davis, él dio por hecha su primera canción –es posible que haya desechado unas cuantas con anterioridad– en 1944, Commeau bon vieuxtemps, por encargo de Johnny Sabrou, guitarrista de la banda de Claude Abadie.

Entre temas compuestos íntegramente por él y numerosas colaboraciones como letrista, suman alrededor de 500 piezas cantadas e instrumentales. La más polémica de todas fue El desertor, mal vista por los que agitaban las banderas del colonialismo en la guerra que libraban los argelinos por la liberación de su tierra.

La muerte lo sorprendió en medio de una etapa fecunda en el ámbito musical. Entre 1955 y 1959 colaboró con grandes figuras de la canción francesa, como Michel Legrand, Serge Gainsbourg, Alix Combelle, Claude Bolling y su amigo Henri Salvador. El músico sobrevive con tanta o más fuerza que el escritor.

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