Por José Díaz Cervera
Entre 1525 y 1575, en la Nueva España, sobre todo en el altiplano de Anáhuac, se desarrolló una epidemia terrible que los expertos todavía no definen con precisión, pues fue denominada por los médicos indígenas bajo el nombre genérico de “cocoliztli”, que bien podría traducirse como peste; los síntomas de la enfermedad eran muy diversos y, según se puede ver a través de las crónicas de la época, parecían producidos por una especie de coctel bacteriológico y viral en el que se combinaban dramáticamente la viruela o el sarampión con el tifo, las paperas, la tosferina, la tifoidea e incluso la hepatitis (los españoles –que en ese momento eran más hombres del Medioevo que del Renacimiento, solían practicar el fecalismo al aire libre y ello trajo consigo una gran incidencia de este tipo de enfermedades).
El asunto es que, sin los anticuerpos que le permitieran defenderse, y bajo condiciones de hambre, explotación y miseria, más de la mitad de la población indígena murió en los aproximadamente cincuenta años en que el asunto tardó en estabilizarse. a partir de que las estructuras de defensa biológica de los indios se readaptaron a las nuevas condiciones de existencia determinadas por el colonialismo. Bernardino de Sahagún habla de aproximadamente ochenta muertes al día, lo cual es espeluznante.
Algunos cronistas, como Francisco Hernández, describen el mal: la lengua seca y negra, orinas de color verde marino y hasta negro, tos convulsiva, piel amarillenta, delirios, postemas o pústulas detrás de las orejas y en el cuello, disentería, tonalidades negriverdosas en la sangre, gangrenas en las comisuras de los labios, hemorragias en los oídos...
El asunto, sin embargo, iba más allá de la gravedad del contagio, pues en la llamada “Relación de Ocopetlayuca” (probablemente Xochimilco) se consigna un dato muy interesante. Cito: “(Los indios)… en su gentilidad comían poco y comidas silvestres, yerbas y demás sabandijas (…) y andaban desnudos y se acostumbraban a bañar a media noche, y ahora no lo hacen y comen más…”.
Parece consistente, a partir de lo que acaba de referirse, que las agresiones biológicas que trae consigo el colonialismo se potencian con las violaciones culturales por las que las costumbres de alimentación, higiene, descanso e incluso recreación se ven modificadas entre la población colonizada.
Estamos, en este momento, en una situación de contingencia sanitaria que en otros países es cabalmente una emergencia. La globalización (que bien podría verse como el rostro final del colonialismo) ha hecho del mundo un gran mercado en el que se vende de todo, sólo que algunos vendemos baratijas y otros venden artículos suntuarios.
Hemos comenzado así a comprar la comida del blanco (que se vende en paquetes), las diversiones del blanco, las filias y las fobias del blanco y toda su manera de vivir y de pensar. El blanco introdujo en nuestra cultura la diabetes y con ella nos convertimos en los esclavos perfectos: pueblos enteros de diabéticos no tienen la energía suficiente para ponerse en pie. Entre pan blanco, azúcar refinada, cloruro de sodio, colorantes y demás yerbas, nos llegó el coronavirus, el “cocoliztli” del siglo XXI, y el mundo entero está al borde de la parálisis total.
Tal vez, sin embargo, no debiéramos ser tan inocentes y quizá tendríamos que preguntarnos: ¿a quién beneficia lo que nos está pasando?