Diego Ordaz*
Ni las uñas desgastadas ni los dedos –así el triste espolón que conservaba–, mucho menos el pico resquebrajado, tocaban residuos de pan; había piedrecitas, eso sí, y las comería hacia el final. Nada de granos esparcidos. Lejos estaban los tiempos de tortillas remojadas en leche que Chiquitín traía –desde que era pollita y veía– subiendo y bajando la escalerilla de madera. Ahora palpaba soberbia, altiva, empezaba la sed, el gaznate reseco, ruidos apenas emitía.
Duro el cemento liso: nada; duras las paredes ásperas: había entendido que no había ventanas ni puerta, ¿acaso volar metros tales, superar las bardas y correr libre en busca de agua y hierbas? Solo descalabros, no lo intentaría de nuevo, se reprimía gallarda. Los gusanos –los recordaba y saboreaba con frecuencia– no los volvió a comer desde que era pollita, chiquitita, chiquitita, y las gallinas ponían huevos que los papás comían al desayuno.
La escalera se la llevaron una tarde presurosa y nunca más se escucharon voces, murmullos ni cualquier otro ruido humano. Atenta: sólo viento. A veces polvo contra las paredes escuchaba. Atenta: no hay ladridos ni el cua cua de esos patos caníbales; más allá, en el remate de la granja, se deberían escuchar los cerditos contentos al tragar: nada, mucho menos el retozo, los cascos.
Vivaz la cabeza, roncaba apenas, sordamente. Desquebrajado pico al suelo, esperaba mejor fortuna: cemento duro y liso, a veces piedritas traídas por la fuerza del soplo del mundo, sólo eso, nada con la potencia de adentro hacia afuera, ninguna posibilidad de que fuese llevada al exterior. Había que tantear las paredes, sentirlas con el eco de sus pasos, con el sonido refractado de los incipientes jadeos: las agujas de los primitos (así la amistad cuando los juntaba infantiles) habían sido inclementes y precisas.
Y todo fue silencio después del estallido, como si un alud trajera ese maldito silencio blanco. Sólo el aire empezaba a mascullar y luego polvo y chillar de bolsas de plástico contra las paredes y ruidos de ventisca y ruido de nada. Y caminaba imperiosa, cabeza sagaz, casi cacareaba. Así la espera: nadie, ni ácaros que buscaban morada ni lagartijas ni cucarachas ni moscas en la granja: nadie alrededor, ni en los ranchos contiguos ni en las montañas ni en las carreteras angostas ni en las ciudades.
* Escritor. Hidalgo del Parral, Chihuahua, 1979.