Ivi May Dzib
En el año 2005 la editorial TAURUS en su colección Pensamiento, publicó el libro El discurso del odio, de André Glucksmann, en la traducción al español de Mónica Rubio.
En este libro, Glucksmann con un estilo narrativo literario convierte un ensayo en una lectura amena, pero sobre todo profundiza sobre un fenómeno que es más que visible en el siglo XXI: el odio que existe en el alma humana y que se refleja no solo en las guerras, guerrillas, manifestaciones, sino en la misma forma de presentar mediáticamente a través de la televisión.
La decapitación de las Torres Gemelas, la explosión de los trenes en la Estación de Atocha y el horror de Beslan nos conduce a un paisaje inédito. Hasta entonces, los Estados pretendían mantener al demonio dentro de la jaula. La devastación nuclear estaba bloqueada por la disuasión. Hasta entonces ni la bomba ni el Kaláshnikov habían trastornado de manera fundamental una concepción muy clásica del conflicto de intereses, que Rousseau bautizó como “estado de guerra”. A partir de ahora hay que pensar en un nuevo “estado de odio”. La facultad apocalíptica de pitar el final del partido, antes patrimonio de los dioses y, después, monopolizada por las superpotencias, se ha puesto al alcance del gran público.
A través de la televisión miramos lo que sucede en otros países y esos mismos medios se han convertido en juez de quién debería de ser invadido, liberado, exterminado y quién no. Aún en el supuesto de que la II Guerra Mundial debió de haber implicado una lección para las potencias para no caer en los mismos errores, vemos cómo las matanzas han sucedido llegando a niveles alarmantes y otra vez fuera de todo horror humano como sucedió con el exterminio de los tutsis en Ruanda, en donde ni medios de comunicación, ni la propia ONU hicieron nada por impedirlo. Vimos el horror y la impotencia, la carnicería que parece solo podía ser construida en una ficción.
Ahora vivimos en otra ficción, una que simplifica lo que sucede en los países, lo que sucede en los corazones humanos llenos de furia, de impotencia, de rencor y ese rencor cuando se transforma en odio genera comportamientos dañinos que emulan los comportamientos de los personajes trágicos griegos.
Glucksmann señala lo siguiente: “Los diplomados en sociología, los doctos en geopolítica y los investigadores en estudios estratégicos, con la nariz apuntando únicamente a sus especialidades, leen demasiado poco. Perdonen la impertinencia; por demasiado poco entiendo muy poco de los grandes clásicos, muy poco de escritores y muy poco de historiadores. Si tuvieran más curiosidad por las retrospectivas literarias, los sabios en terrorismo sospecharían hasta qué punto un voluntario de la muerte resulta ser más complejo y más perseverante que las marionetas caricaturales de las que sacan el retrato”.
Porque el siglo XXI inició creyendo haber relegado los odios colectivos a los libros de historia. Pero el autor se hace una pregunta muy interesante “¿Por qué inconmensurable ingenuidad el pasajero del siglo XXI se hace al sorprendido cuando la fuerza del odio fuerza su puerta?” El odio existe, asegura Glucksmann. Todos lo hemos visto; tanto a la escala microscópica de los individuos como en el corazón de las colectividades gigantescas. Con el nuevo milenio nos hemos adentrado a otro mundo, que ya no se basa en las antiguas categorías. Un mundo en el que sobrevivir es sobrevivir al odio. Este libro es importante para teorizar y explicarnos el odio que propaga el discurso ante las manifestaciones que buscan protestar contra el abuso de poder, el odio de los ciudadanos que desconfían de las autoridades, ya que algunas son cómplices del crimen organizado, el odio del crimen organizado hacia la política, los adinerados y a veces a la vida misma. Pero lo importante no es buscar culpables ni saber quién merece el castigo por haber iniciado una guerra. Si no lo importante es cómo romper esta cadena de odio que se va expandiendo en los corazones del hombre actual.