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Desde que la sobriedad del recitativo inicial da paso al segundo movimiento, donde refleja la agonía del sacrificio, La crucifixión (1887), de John Stainer (1840 - 1901), acredita una jerarquía estética que ni los juicios peregrinos ni el paso del tiempo podrán minimizar.

Una grabación en vivo de la obra compuesta por el músico inglés, a cargo del director suizo Walter Riethmann al frente del coro Cantus Zurich, con la organista Anna-Victoria Baltrusch y las voces del tenor Yannick Badier y el barítono británico Daniel Summers, registrada en el 2017, me trajo la convicción de que mucho de lo que se ha dicho acerca del supuestamente disminuido talento de Stainer no se ajusta a la verdad.

Puede que en otras obras no se haya prodigado demasiado, pero de ahí a considerar que La crucifixión se amolda más a coros aficionados que profesionales, que su uso debería restringirse a la conmemoración de la Pascua, o que sólo es capaz de emocionar a oídos no entrenados, va un largo trecho que pasa por una concepción desenfocada y ahistórica de la evolución de la música litúrgica occidental en el último siglo y medio.

En vida, Stainer nunca fue una figura menor. Tuvo sus días de gloria bien ganada a base de empeño personal: Niño cantor en la catedral londinense de San Pablo; estudios musicales con Bayley, Steggall y Cooper, maestros de cierto lustre, que lo formaron como para ocupar en su primera juventud la plaza de organista y director de coro en una Iglesia de la capital británica.

En 1859, por oposición, obtuvo el nombramiento de organista del Magdalen College y luego de la Universidad de Oxford, en la que se tituló Doctor en Música en 1865. Poco después, en 1872, cumplió una de sus metas; ser organista principal de San Pablo; sólo abandonó el puesto cuando la vista comenzó a fallarle en 1888, un año después de componer La crucifixión.

Allí en San Pablo, Stainer desarrolló su obra como compositor y promotor musical: Completó muchos servicios y consiguió que los himnos de su autoría ganaran popularidad en la comunidad anglicana de su época.

Al margen de la composición, fue un trabajador incansable: Elevó la del coro a nuevas alturas, aumentó su integración y aseguró mayores salarios para los cantores. También organizó audiciones corales semanales al tiempo que proporcionó un tiempo de ensayo adecuado para hacer frente a un repertorio ampliado y mejorado.

En ese período contó con un plausible reconocimiento social, al que contribuyó su obra teórica –un tratado de armonía utilizado por varios conservatorios– y la dedicación a la docencia como director del Real Colegio de Música e inspector de la actividad musical de las escuelas primarias en el área metropolitana. A los públicos del entonces gustaron el oratorio Gideon, las cantatas The daughter of Jairus y St. Mary Magdalen; y en los servicios religiosos se hizo frecuente escuchar antífonas compuestas por él.

Ciertamente después de su muerte, la obra de Stainer por décadas dejó de interpretarse, salvo La crucifixión, como parte del calendario litúrgico. Alguien escribió que el culpable era el mismo Stainer, pues por excesiva modestia no se había autovalorado. El musicólogo Peter Charlton escribió en 1984 algo que recogió de evaluaciones precedentes y luego se ha reiterado sin la distancia crítica suficiente: “Sean cuales sean las reacciones a la música de Stainer en su tiempo, él se dio cuenta de que gran parte de ella no duraría; fue escrita para satisfacer una necesidad y no tuvo pretensiones de ser un gran compositor”.

Frente a calificativos semejantes, el prestigioso profesor Arthur Hutchings, por esos mismos años y ya al final de una vida en la que aportó notables investigaciones sobre Schubert, Mozart, la música barroca y el himnario inglés del siglo XIX, expresó: “No permitamos subestimar a Stainer. Deberíamos haber enviado la mayor parte de la música a las iglesias de hoy para que la tocaran; no perdamos más tiempo en retrasarla. Si Stainer se va, tendrá que irse la música coral de sus contemporáneos”.

Hutchings quería dejar en claro que Stainer no era ni mejor ni peor que el mejor de los músicos de cualquier generación. Respondía al gusto musical de la Inglaterra victoriana, más no por ello los valores de su creación, particularmente La crucifixión, debían quedar limitados a su impacto en la sociedad victoriana.

La crucifixión se ejecutó por primera vez en la Iglesia Parroquial de St. Marylebone el Viernes Santo de 1887. Calificado para tenor y bajo solistas, coro y órgano, Stainer concibió la obra, según sus palabras, como “una meditación sobre la Sagrada Pasión del Santo Redentor”, que debía involucrar espiritualmente a la audiencia.

La estructura está inspirada en el legado de Johann Sebastian Bach, de acuerdo con el esquema de arias, coros e himnos al interior de los oratorios de las Pasiones de San Juan y San Mateo; sin embargo, a diferencia de éstas, no hay una orquesta que brinde luz y sombra a los acompañamientos. La economía expresiva de Stainer se evidencia en su capacidad para sostener el discurso tan sólo con el órgano. Esto bastaría para colocar La crucifixión en el lugar que se merece en el repertorio litúrgico.

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