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Cultura

Pedro de la Hoz

Bertolt Brecht me ayudó a comprender que el teatro musical era mucho más ancho y ajeno que las propuestas de Broadway y el West End, las cuales –filtradas por la formidable industria hollywoodense (las más veces industria, las menos arte)– acuñaron en el imaginario de muchísimos espectadores un estereotipo.

Cierto que en Iberoamérica contábamos con el bienvenido trasplante de la zarzuela y el género chico, que en Cuba el teatro bufo se hallaba indisolublemente ligado a la evolución de los géneros de la música popular: guarachas, criollas, rumbas de salón, sones y boleros alternaban con los enredos de gallegos, negritos y mulatas, amalgamados en la fragua de la identidad insular. Pero en las mentes de las élites ilustradas de la primera mitad del siglo, solo se concebía como comedia musical aquella que venía del norte.

Algo por el estilo ocurrió en México. Que hubiera música nacional en espectáculos nacionales, para la historiografía anglocéntrica, no valía. En el mismo Yucatán, lo saben todos, las mejores muestras del teatro regional, a lo largo de una ardua centuria, no pueden dejar de contar con el aporte de canciones representativas que tipifican sentimientos locales arraigados. Pero cuando se habla de teatro musical en esta nación, sin más, las referencias apuntan como punto de partida a la función de Ni fu, ni fa de Edmundo Mendoza en 1952, y de cola ponen la retahíla de montajes copiados de Broadway.

¿Cómo entra Brecht en estos comentarios? El hilo conductor me lleva a La ópera de los tres centavos. Una amiga del poeta y dramaturgo, Elisabeth Hauptmann, había traducido el libreto de la obra inglesa La ópera del mendigo y consideró oportuno que Brecht le echara un vistazo al resultado. En 1728 una pieza como esa estaba destinada a proporcionar entretenimiento a comerciantes, artesanos y oficiantes de profesiones liberales en un Londres donde las divisiones de clases del capitalismo emergente se hacían notar. John Gay, su autor, escribió una obra pasable dentro de lo que llamaban ópera de baladas. Apenas sobrevivieron algunos temas musicales, no se sabe si originales o versiones, debidas a un alemán residente de Inglaterra, Johann Christopher Pepusch.

Brecht se interesó por el argumento, pero requería cambiar la intención, más que el orden, de los sucesos. Condensar la trama y volverla más incisiva. La pugna entre dos capos amorales –líderes respectivos de ladrones y mendigos, con la complicidad de las autoridades– se pintaba como la metáfora perfecta para ilustrar, de manera divertida y desembozada, la corrupción y miseria ética de las relaciones de producción capitalistas.

Estrenada el 31 de agosto de 1928 en Berlín, La ópera de los tres centavos reflejaba no solo el espíritu de una época, sino también la condición humana amenazada por las fuerzas oscuras que comenzaban a levantar cabeza en Alemania y derivarían hacia la toma del poder del fatídico nacionalsocialismo. La obra cautivó a los espectadores y pobló la escena alemana hasta que se implantó el Tercer Reich.

Aunque la propuesta brechtiana guardaba puntos de contacto con el cabaret –género de variedades por excelencia en la escena alemana de entre guerras–, éste no era más que punto de partida para la revisión de los presupuestos dramáticos y la subversión de la relación entre el producto teatral y el público.

Todo apuntaba a un desmontaje crítico de la acción ante los ojos y oídos de los espectadores, seducidos en primera instancia por los acontecimientos escénicos y, de modo muy particular, por la música. La partitura de KurtWeill jugaba tanto con los códigos cabareteros al uso, como con anticipaciones, hoy diríase postmodernas, de la recreación de dichos códigos. En otras palabras, un fino sentido paródico, con acusados ribetes jazzísticos, contribuía a sedimentar en los espectadores el curso crítico de la acción.

Este tipo de operación escénica musical llegó de algún modo a Broadway, el West End y al cine. Obras como Cabaret y Chicago se aproximan, pero ninguna de éstas ni otras poseían el talante radical de La ópera de los tres centavos.

Ese rico filón de la cultura popular en términos de subversión ideotemática fue el que entrevió el brasileño Chico Buarque cuando concibió La ópera del malandro. En Brasil campeaba la dictadura militar, que vendía al mundo un milagro económico con pies de barro y grandes masas marginadas. Chico era ya en 1978 un autor imprescindible por sus canciones, altura ética y un claro compromiso antidictatorial.

Adaptó el argumento y lo situó en el Brasil urbano de los años 40, en un ambiente delincuencial, prostibulario y policial que remitía a un fenómeno político-social más complejo. Versionó una de las canciones de Brecht-Weill más rotundas y pegadizas, Mackie Navaja, pero echó mano a sambas, frevos, choros y otros aires populares con notable poder de penetración, hechos a la medida de su poética musical. Elevó al plano protagónico a un trasvestido. Recreó con rasgos carnavalescos pasajes operáticos de Bizet, Verdi y el Wagner de Tannhauser. Hubo luego una formidable versión fílmica rodada por Ruy Guerra.

Brecht y Chico lanzaron, cada cual en su día, una piedra que dio en el blanco. No todo debe ser Broadway, ni West End, ni Hollywood en materia de comedia o drama musical. Y otra piedra más: el arte más divertido puede ser subversivo.

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