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Vinculan a proceso a "El Piyi", presunto jefe de sicarios de "Los Chapitos"

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Cultura

Ariel Avilés Marín

Lol Ic era una niña de unos ocho años de edad; morena, de rasgos afilados, labios delgados y ojos color avellana, ligeramente rasgados. Caminaba ligera y alegre por la vereda que llevaba a su casa, la orilla del hipil volaba al compás que el paso de la niña le marcaba y al ritmo que el aire de la mañana le imprimía también. Al final de la vereda vislumbró su casa de paja, por lo que la pequeña aceleró el paso con más alegría. Entró a su hogar y gritó: “¡Mamá, ya llegué!”. Desde adentro, su madre, Nah Cab, le respondió: “¡Qué bueno que ya llegaste! Necesito que vayas a la milpa y me traigas unos elotes para que sancoche y muela, para hacer masa y luego las tortillas, para que comamos”.

La niña, sin esperar un solo momento, volvió a salir de la casa y de dirigió al amplio terreno, donde las cañas de maíz se mecían rítmicamente al impulso del nohol ic. Lol Ic se internó entre los tallos y fue estirando los brazos para ir desprendiendo las mazorcas de ellos, arrojándolas luego a la canasta de bejuco que había llevado para ese fin. De pronto, algo llamó su atención: a la distancia vio un brillante vehículo de sonoro motor, avanzando con un grupo de hombres blancos, rubios y barbados, subidos en él.

Llena el alma de miedo terrible, la niña corrió a la casa gritando: “¡Mamá, mamá, los he visto! Vienen de por ahí, de lo más lejano del horizonte, pero están aquí cerca, ¡yo los vi, yo los vi!”. Con un gesto de horror, la mujer dijo: “Coge las cosas que puedas, has un lío con ellas y vamos”. Y diciendo y haciendo, tomó sus pocas pertenecías, tomó a su hija de la mano y salió a toda prisa de la casa.

Para el asombro de la pequeña, no tomaron la vereda, sino se fueron internando en el monte cerrado, donde su camino era acompañado por el canto de xcokitas y cenzontles, desde las altas ramas de los árboles. Al darse cuenta de la profunda angustia reflejada en la mirada de su pequeña hija, la mujer aminoró el paso y explicó: “Tú sabes que no debemos permitir que ellos se topen con nosotros ¡eso es vital! Así que, mientras menos puedan vernos, es mucho mejor, así que no te fijes del monte y camina lo más rápido que puedas; así nos topemos con una huolpoch o con un balam, es mejor que con esos hombres”. Y, materialmente, arrebató del brazo a la niña y reanudó la marcha a toda la velocidad que sus piernas les permitían a ambas. Sabía que sus vidas estaban en juego y mientras más distancia pusieran de por medio, más probabilidad tendrían de sobrevivir.

De pronto, un fuerte ruido llamó su atención. La madre disminuyó el paso por un instante y, con gran esfuerzo, subió por el tronco de un árbol, hasta alcanzar una rama alta y gruesa; se sentó en ella y miró a la distancia. Se sobrecogió al ver un pequeño buldócer que, con gran fuerza, iba arremetiendo sin piedad contra una de las antiguas casas de piedra, de esas que ellos llamaban “de los antiguos”, y la secular edificación iba cayendo pedazo a pedazo sin remedio. Con una gran angustia en el alma, bajó del tronco, pálida y con el semblante desencajado; al notarlo, Lol Ic le dijo con gran desesperación: “¿Qué pasa, mamá? ¡Dímelo, dímelo por favor!”. “Las casas de piedra de los antiguos. Ya las encontraron y las están destruyendo completamente, ¡no va a quedar nada!”, gritó con profunda desesperación y tristeza, mientras abundante llanto escurría por su rostro.

Sin entender muy bien lo que esto significaba, Lol Ic se abrazó a su madre llorando también, pues algo por dentro le decía que una gran desgracia las estaba acechando muy cerca y estaba a punto de llegar hasta ellas. Y, no sabía a ciencia cierta por qué, aquello le hacía sentir que su vida podría tomar un rumbo terrible y no deseado. Algo que había oído contar a los viejos, cuando platicaban en la noche junto al fuego, se repetía y repetía sin cesar en su mente: “Un día llegarán, de ahí, de muy lejos, y ese día será de gran desgracia para nosotros. ¡PIEDRAS SERÁN LA COMIDA!”.

Con gran coraje, Nah Cab se limpió la cara con el dorso de la mano, sorbió sus lágrimas y reanudó la marcha, llevando a la niña de la mano. Al remontar un macizo de árboles de zapote, vieron venir una figura que caminaba balanceándose y con gran dificultad. Al ir acercándose a ellas, la madre reconoció al viejo h’men de la comunidad y corrió hacia él, gritando: “¡Mosón Ic, Mosón Ic! ¿A dónde vas? ¿Qué debemos hacer?”. Levantando ligeramente la cabeza y abriendo mucho los cansados ojos, el anciano dijo: “¡Corran, corran tanto y tan lejos como puedan! La profecía de los antiguos se ha cumplido, ya están aquí, y todos debemos irnos a buscar otros lares”; “Pero, ¿por qué? ¡Si esta es nuestra casa!”, dijo la niña con gran coraje; “¡Es la profecía, es la profecía! Estaba escrito ya en las piedras”, respondió con voz temblorosa el anciano y reanudó su tambaleante marcha. Lo vieron acercarse a un enorme árbol de ceibo y desaparecer detrás de él, se quedaron esperando verlo aparecer del otro lado del tronco, pero esto nunca sucedió. Con desesperación, Nah Cab corrió hasta el árbol y dio varias vueltas alrededor de su tronco, pero no encontró rastro alguno del viejo. Parecía como si el ceibo se lo hubiese tragado.

Fuera de sí, Nah Cab tomó una determinación; buscó una pequeña cueva y le dijo a Lol Ic: “Metete ahí y no salgas hasta que yo regrese”, y salió disparada de ahí. La niña entró a la cueva casi en cuclillas y se sentó adentro con el alma llena de angustia y desesperación; no pudo evitar llorar por largo rato. Así, incómoda y llena de dudas y temores, la sorprendió la noche; Lol Ic se hizo un ovillo en el rincón y se durmió. Cuando despertó y se estiró, se sintió adolorida por la posición en la que había dormido, además, tenía mucha hambre, no había comido el día anterior. Con gran decisión, salió de la pequeña cueva y se puso en camino hacia no sabía dónde, pero decidida a buscar qué comer. Caminó por el monte y, de pronto, se detuvo: un rumor de música llegaba hasta ella; aceleró el paso y, al cabo del monte, vio el pueblo del que salía la música. Con asombro y angustia, muy pronto se dio cuenta de que el pueblo estaba lleno de hombres blancos, rubios y barbados; con un vuelco en el alma, se percató de algo terrible: ¡estaba sola en una tierra que había sido arrebatada!

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