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Edgar A. Santiago Pacheco

Esta Península de las lajas calientes ha interesado a propios y extraños por diversos motivos: los mayas, los cenotes, Felipe Carrillo Puerto, la arqueología; podemos nominar infinidad de temas, entre ellos está la reforma agraria de Cárdenas, lo cual ha dado como resultado libros, artículos, noticias, reseñas, informes y un largo etcétera. Por experiencia hemos notado que siempre alrededor de un tema central, hay verdaderas sorpresas, curiosidades, amenidades, anécdotas, noticias únicas, que escapan muchas veces al escudriño del lector.

Una de ellas es la que ponemos al frente. Un viejo revolucionario italiano, comisionado por el periódico Excélsior para acompañar al Presidente Lázaro Cárdenas en su visita a Yucatán, iniciada en agosto del lejano año de 1937, le daba vuelo a la pluma para reseñar las andanzas del Mandatario entre el pueblo yucateco. La comitiva presidencial, integrada por 18 miembros permanentes, entre secretarios de Estado y miembros de la prensa (entre estos últimos el italiano Aldo Baroni y el recién repatriado Martín Luis Guzmán), fue, durante treinta y cinco días llenos de interés y color, testigo/actor de esta importante gira política.

La sola reseña de los actos del reparto agrario sería tema de gran interés, sobre todo por la pluma ágil y entretenida del italiano revolucionario, cuyas colaboraciones al periódico (en tiempo récord) se vieron convertidas en su primer libro, pues ya a finales de 1937 ediciones Botas ponía al público el libro Yucatán, con un prólogo de Antonio Mediz Bolio (contemporáneo y amigo de Baroni) y un sesudo epílogo de Enrique González Aparicio, sobre los intereses y causas del reparto henequenero.

Mediz Bolio escribía de Aldo Baroni en el prólogo “(…) que es mexicano desde que vino a México hace seis lustros y que es revolucionario nuestro desde que entre nosotros nació la revolución”, “extraordinario periodista, escritor de relampagueante pensamiento, observador sagaz, dueño de una sutilísima facultad de percepción de matices (…)”, “gran periodista y gran escritor, camarada de los tiempos juveniles, amigo de todos los tiempos, revolucionario mexicano, que firmó el Plan de Guadalupe y que defendió con las armas y la pluma; que conoció México, sus cosas y sus hombres a toda profundidad, y que después fue por el mundo y regresó a México”. Más halagos no eran posibles.

Y es precisamente en su libro donde podemos encontrar finas hebras que nos hablan no solamente del viaje presidencial, sino de lugares, hechos históricos y políticos propios del Yucatán de principios del siglo XX, de personajes e ideas expresadas unas y experimentadas otras, pues como advertía: “Digo lo que he visto, lo que me consta que existe, sin más interés que el de no querer que se quiebre una buena obra, y el de cumplir con los viejos y queridos compañeros de Excélsior, (…) que me encargaron que observara y relatara”.

El viaje iniciado en Veracruz, de donde zarpan en el buque Durango para llegar a Campeche y de allá tomar el tren hacia Mérida, es pintoresco e ilustrativo, tomando en cuenta que se encontraba en plena construcción el después famoso Ferrocarril del Sureste. Sobre éste reflexiona lo siguiente: “La construcción de ferrocarriles es de dos tipos, la que va colocando rieles al lado de caminos que fueron durante siglos arterias cargadas de vida, y la que se abre paso por terrenos absolutamente nuevos y despoblados o casi. (…) De esta clase es el Ferrocarril del Sureste que va a fecundar con su sangrante empuje de acero la virginidad de las tierras tropicales (…)”. Reflexiones como ésta abundan en el libro de 211 páginas.

En él podemos encontrar abundantes reflexiones, noticias y descripciones de Yucatán, los yucatecos, y sus relaciones políticas y económicas, entre ellas una sumamente curiosa que tiene que ver con la acción del gobierno estadounidense de quitar la circulación del dólar oro, esto había disminuido la cantidad de rosarios de filigrana que las mujeres yucatecas “en lugar de llevarlos en las manos y a la Iglesia, se los colocan al cuello y los llevan a los bailes, como collares de adorno”. ¿Qué tenía que ver lo uno con lo otro? El reportero lo explicaba de la siguiente manera:

“En efecto, ya aquí en Yucatán escasea la maravillosa filigrana de los rosarios de oro y coral, de oro y nácar, que se enroscaban al cuello de las mestizas y bailaban, al palpitar de los túrgidos pechos, sobre la blancura de los hipiles de lino rameado de seda. El decreto de Míster Roosevelt quitando de la circulación el dólar oro, repercutió también en Yucatán. Una nube de langosta judía invadió los campos yucatecos y una tonelada de rosarios hechos trizas, sin las cuentas de nácar, de ámbar o de coral; es decir, una tonelada de oro del diez, del doce y del catorce, ya que la filigrana sólo puede trabajarse en metal de baja ley, emigraron de la Península para reforzar el misterioso, oculto ídolo de las ‘Reservas’ (…)”.

Se refería a la orden ejecutiva 6103, firmada por Franklin D. Roosevelt el 5 de abril de 1933, que obligaba a los ciudadanos estadounidenses a entregar a la reserva federal todo el oro físico del que dispusieran, para estabilizar el dólar después de la gran depresión, pues su país se regía bajo el patrón oro. Parece ser que rapaces negociantes locales y nacionales habían visto una oportunidad para vender oro a los Estados Unidos, pero las mayores víctimas de esta empresa habían sido las mestizas y sus rosarios de filigrana. Lo curioso es que de esto nos venimos a enterar en un libro de un italiano que había participado en la Revolución Mexicana, que acompañó a Cárdenas en su viaje de reparto agrario como reportero del Excélsior.

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