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Cultura

El Inca Garcilaso o el drama del mestizaje

Pedro de la Hoz

De las tres figuras tutelares que dieron fundamento a la celebración del 23 de abril como Día Mundial del Libro y la Literatura, el andino Inca Garcilaso de la Vega lleva las de perder.

¿Quién no ha oído de Miguel de Cervantes y William Shakespeare, así no hayan leído alguna de sus obras? ¿Alguien se atreve a rebajar la universalidad de sus temas? ¿Cómo dejar de tomar en cuenta la extensa y permanente difusión de sus producciones literarias en la casi totalidad de las lenguas del planeta? ¿Quién, ante una disyuntiva, no cita to be or not to be? ¿O quién ante una acción calificada de antemano como imposible no deja de apelar a la valentía de luchar contra molinos de viento?

El Inca Garcilaso merecía formar parte de la triada conmemorativa, más no por haber fallecido el 23 de abril de 1616 –en verdad fue el único que se ajusta a la fecha, puesto que Cervantes murió el día anterior y en la Inglaterra de Shakespeare se aplicaba entonces el calendario juliano–, sino por encarnar el punto de partida de una zona de la cultura literaria imposible de echar a un lado y, a su vez, el drama de la fragua de una identidad.

Contra su obra conspira la cantidad limitada, apenas cinco títulos, incluyendo una traducción y una indagación genealógica. Si quieren súmele una sexta, las anotaciones que hizo a La historia general de las Indias y el Nuevo Mundo, de Francisco López de Gomara.

En comparación con la presencia cervantina y shakesperiana en el mundo editorial, la del Inca Garcilaso palidece por su escasez y el poco interés en traducirla, al parecer subvalorada por el perfil genérico de los escritos. El español y el inglés figuran como el novelista y el dramaturgo por antonomasia, y quién no lee novelas o asiste a representaciones teatrales, o en el último siglo, si no accede a la lectura ni a recintos escénicos, da espalda a la gran o la pequeña pantalla donde ha visto versiones audiovisuales de Quijotes y Hamlet sin cuento.

El peruano escribió dos crónicas o relaciones históricas: La Florida del Inca y Comentarios reales de los Incas, publicadas en 1605 y 1609 en Lisboa por un impresor arriesgado, Pedro Crasbeeck. De esta última obra hubo una segunda parte, que vio la luz después de la muerte del autor, con un título impuesto en 1617 por el regente de la imprenta de la Viuda de Barrera, en Córdoba, Historia General del Perú.

Los libros que el Inca publicó en vida han sido objeto de estudio de académicos, más que disfrutados por los lectores. Tuve la suerte en mis días de formación preuniversitaria de tener a un profesor peruano, el poeta Mario Razzeto, que al impartir la asignatura de literatura latinoamericana realizó una observación que sólo comprendí al cabo de los años: “El error está en leer Comentarios reales como un libro de historia, cuando hay tanta ficción en sus páginas”.

También la hay en abundancia en La Florida del Inca, relato que aborda la conquista de la península al sur de Norteamérica por los españoles al mando de Hernando de Soto. Quitémosle la farragosa minuciosidad con que pretende abrumarnos y la carga ideológica justificativa de la evangelización forzada de los aborígenes –miren ustedes qué cosa tratándose, como puntualizaremos después, de un hijo de sangre aborigen–: las aventuras de los españoles en tierras floridanas y ciertas descripciones no tienen desperdicio

A Vargas Llosa, que brilla en la literatura como no en política y vocación social, le ganó definitivamente la siguiente estampa de La Florida del Inca: “Era Capasi hombre grosísimo de cuerpo, tanto que, por la demasiada gordura y por los achaques e impedimentos que ella suele causar, estaba de tal manera impedido que no podía dar un solo paso ni tenerse en pie. Sus indios lo traían en andas doquiera que hubiese de ir, y lo poco que andaba por su casa era a gatas”.

A todas estas, el Inca Garcilaso no puso jamás un pie en la Florida. Tocó de oídas, bebiendo lo que contaron a su manera un par de individuos que participaron en la expedición y las fabulaciones que circulaban en la España de la época. Si esto no es literatura testimonial, no sé cómo nombrarla.

Comentarios reales sobrecoge tanto por la densidad expositiva del texto como por la tragedia personal que encierra para el autor. Mito, realidad, evocación y nostalgia se entremezclan para resaltar el legado del imperio incaico, el Tahuantinsuyo, desde que se conformó en los límites del tiempo y el espacio entre norte y sur, costa, montaña y selva hasta su desaparición con la conquista europea. Antes de los incas, la barbarie; después de los incas, la decadencia. Líderes apuestos, heroicos, inteligentes, adorados por sus comunidades; intervención divina de los hijos del Sol, salidos de las aguas del lago Titicaca, para fundar una civilización envidiable; dominio de la ciencia de los astros, la agricultura y las matemáticas, ingenio en la pasión constructiva traducida en el esplendor de enclaves como el de Cusco, las visiones de Viracocha y las crueldades de Atahualpa, y el linaje inacabado de la sangre inca vísperas de la invasión española: mapa literario insuperable e imposible de desconocer, reconstruido a base de memorias contadas y sufridas por quien fue vástago de una muchacha de la aristocracia incaica y un conquistador ibérico y, por tanto, un ser entrampado entre dos culturas.

Por mucho que al nacer en 1539 recibiera por bautismo el nombre castizo de Gómez Suárez de Figueroa, que el padre le trasmitiera su parentesco con el poeta Garcilaso de la Vega, al punto que asumió tal condición al firmar sus trabajos; por mucho que aprendió a expresarse en el mejor castellano de la época y asimiló de Platón la filosofía que traspoló a las páginas de Comentarios reales; por mucho que luchó para que le reconocieran su legitimidad como súbdito de la Corona española y pidió mercedes, el Inca era un bastardo mestizo y como tal ocupó su lugar en la vida, que no en la historia, porque con el tiempo no sólo ha confirmado sus valores pioneros en las letras del Nuevo Mundo, sino que sin él sería difícil encontrar asidero para el modo de relacionarnos con la tierra, los mitos y la historia, algo que no está en la riquísima producción de Cervantes y Shakespeare.

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