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Cultura

La rebelde africanía de Sarah Maldoror

Pedro de la Hoz

Pescó el virus mediante un contacto inesperado, y lo que no pudieron las balas, las persecuciones, los malentendidos y más tarde los achaques del calendario, lo hizo el Sars-Cov-2: Sarah Maldoror murió en París a mediados de abril, próxima a cumplir 91 años de edad.

Cómo no pensar en la rebeldía congénita de esta mujer que rompió barreras y prejuicios, pionera del cine africano. Cómo seguir contando con ella para que Africa se mire en la pantalla con sus grandezas y carencias y no como mero escenario de filmes exóticos o de aventuras.

Sarah no era africana, más interiorizó el linaje del cual provenía. Nació el 19 de julio de 1929 en Gers, comuna del sur de Francia, cerca de los Pirineos, en una familia de inmigrantes de la Guadalupe. En la partida quedó registrada como Sarah Durados. Al iniciarse en el arte, impresionada por la lectura de Cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse, Lautreamont, cambió de apellido.

Se acercó a la creación por la vía del teatro. En 1956 participó en la fundación de la primera compañía de actrices y actores de piel negra, Les Griots, que con fortuna desigual, dadas la inconsistencia de su entrenamiento escénico, adaptó obras de Jean Paul Sartre y Jean Genet, entre otros autores. Estar en aquella tropa la puso en contacto con una figura providencial en su destino, el poeta martiniqués Aimé Cesaire, esencial para que la muchacha se iniciara en los caminos de la negritud, no tanto en la línea del escritor y político senegalés Leopold Sedar Snghor, sino más inclinada a la comprensión del mundo antillano y la naciente idea del panafricanismo.

En 1961 obtuvo una beca para estudiar cine en Moscú. Allí también tuvo otro encuentro providencial. Entre los estudiantes avanzados se hallaba Ousmene Sembene, un senegalés que a la vuelta de los años ha devenido ícono referencial de la pantalla africana.

Aprendió las herramientas del oficio con maestros como Mark Donskoi y Pavel Guerasimov, pero en la práctica fue determinante, al regreso a Francia, el fichaje para cubrir la asistencia de dirección del rodaje de La batalla de Argel, del italiano Gillo Pontecorvo. Estaba ganada para el uso del cine como trasmisor de nociones políticas y convicciones sociales, en función de la realidad africana, confirmada también mediante su relación conyugal con el poeta y luchador anticolonialista Mario Pinto de Andrade, uno de los fundadores del Movimiento para la Liberación de Angola, junto con Agostinho Neto, de quien luego se distanció.

Quiero destacar, ante todo, los dos filmes de Sarah que sirvieron de cartas de presentación de su carrera profesional. Ambas fueron inscritas como realizaciones angolanas, pese a que el país aún no era un estado independiente.

Monangambé (1968) fue inspirada por la lectura del cuento El caso de Lucas Matesso, del relevante escritor angolano Luandino Vieira, incluido en la colección de narraciones breves Vidas nuevas, que circuló desde los tempranos años 60 en fotocopias hasta llegar a la imprenta en 1967.

Maldoror tenía suficiente aliento como para hacer un largometraje, pero los apoyos financieros y la cautela de una ópera prima, la aconsejaron concentrar los esfuerzos en un material de media hora de duración. La trama se centra en el tratamiento brutal a los presos políticos del régimen colonial portugués y el desconocimiento de la cultura africana por parte de los europeos.

La otra película ampliamente reconocida en su filmografía, Sambizanga (1972), sí alcanzó metraje más extenso. Nuevamente el guión se basó en un texto de Luandino Vieira, la novela La verdadera vida de Domingos Xavier. María, la protagonista, habita en el barrio Sambizanga, de Luanda. Después del levantamiento independentista de 1961, recorre los cuarteles y comisarías de la capital en busca de su esposo. Le dan largas aquí y allá y no le dicen la verdad, que él ha sido torturado y después asesinado. El filme, con una innegable carga de denuncia, sobresale por su pulso narrativo y la objetividad con que la realizadora sigue paso a paso el calvario de María.

No siempre Sarah caminó sobre alfombras expeditas. Una experiencia traumática holló su carrera: la filmación entre 1970 y 1971 de Los fusiles de Banta, que la llevó a la selva guineana donde las huestes de Amílcar Cabral peleaban por independizarse de los portugueses. Contó con el apoyo del Partido Africano para la Independencia de Cabo Verde y Guinea Bisau (PAICG), pero los rollos de película se extraviaron en Argelia, donde al parecer ciertos funcionarios de rango mediano en los dominios culturales no admitían que una mujer fuera la protagonista de la historia ni que otra llevara las riendas de la realización. Hizo después Sambizanga porque, como confesó, “no sólo debían vernos en el mundo como comedores de banana”.

Las desavenencias entre Neto y el esposo impidieron que gozara a plenitud la independencia angolana. Pinto de Andrade era alérgico al marxismo-leninismo y Sarah siguió a su marido. Eso sí, jamás dio la espalda a Angola ni a los territorios emancipados de Portugal en los años 70. Desde París apoyó sus luchas de resistencia a los intentos recolonizadores y nunca dejó de pronunciarse contra la injerencia del régimen del apartheid en los asuntos internos de Angola.

Durante un homenaje que le rindieron en Madrid hace pocos años preguntaron a Sarah, ya de edad provecta, qué le gustaría filmar: “Una película sobre la rebeldía natural africana, quizás en Mali donde están pasando tantas cosas y hay excelentes actores, pero lo primero sería tener una buena historia. Sin una buena historia es difícil que salga una buena película”.

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