Pedro de la Hoz
Cuando Leonardo da Vinci pintó La última cena, no pasó por su cabeza la idea de que la obra trascendería su tiempo y quedaría en la historia del arte universal en el Occidente cristiano, como una de las obras maestras que no se pueden ignorar.
Delante de sí había metas por vencer. Debía probar que era pintor y no uno cualquiera, sino posiblemente el mejor en la Milán de la época y en muchas más ciudades a la redonda. Debía argumentar con hechos el compromiso artístico con la innovación, que en su caso suponía dejar atrás estereotipos y convenciones y ensayar nuevos materiales. Y, mucho más importante, debía impregnar el trabajo de una idea que le obsedía: la plasmación de emociones en el arte, pues hasta entonces, entre los pintores y mecenas de la península, había prevalecido el principio inviolable de que el arte religioso sólo tenía que servir a la adoración.
Desgranemos esos desafíos. Leonardo, nacido en la pequeña villa toscana de Vinci el 15 de abril de 1452, en plena efervescencia renacentista, y formado en el taller florentino de Andrea del Verrochio, marchó a Milán en 1482. En la mitología davinciana se da por sentado que al trasladarse a la ciudad lombarda cumplía un mandato del estadista florentino Lorenzo de Médici, quien supuestamente quería congraciarse con el todopoderoso capo milanés, Ludovico Sforza, cediéndole a uno de sus protegidos.
Tras una reciente y acuciosa investigación, con fuentes documentales serias, el davinciano francés Jean-Pierre Isbouts, autor junto a Christopher Heath Brown del valioso reportaje La búsqueda de la última cena, y del apreciable ensayo El joven Leonardo, llegó a la conclusión de que el polifacético artista nunca penetró en profundidad el círculo de los favoritos de Lorenzo. En contra suyo, la condición de bastardo y la falta de educación. Lorenzo se veía a sí mismo como el intelectual de cabeza mejor amueblada de Florencia y las propuestas de un joven impetuoso que lo mismo pintaba que inventaba, debieron parecerle alardes sin fundamentos.
Al optar por Milán no le importó dejar atrás inacabada la pintura La adoración de los Magos, para la que había sido contratado en 1481 por los monjes agustinos del monasterio de San Donato en Scopeto. Hay indicios de que los religiosos discutieron con él más de una vez su tendencia a escapar de las normas canónicas del arte religioso.
Ante Sforza trató de presentarse con todo su arsenal de múltiples conocimientos, desde la pintura hasta la ingeniería militar. Esta última inclinó la balanza del favor del dignatario milanés hacia el joven de 30 años cumplidos. El título de pictor et ingenierius ducalis se hallaba desequilibrado. Es que Leonardo no sólo quería ser reconocido como artífice de obras y maquinarias ofensivas y defensivas, y de artefactos hidráulicos y mecánicos que casi nunca pudo llevar a vías de hecho –tan anticipados y complejos que para su época resultaban– sino aspiraba a que le dieran su lugar como pintor en los predios de la próspera urbe lombarda.
Fue así como al margen de ocupaciones oficiales y otras aventuras relacionadas con la ciencia y la tecnología, armó de a poco un taller de creación artística al que acudieron artistas que dejaron algunas huellas como Giovanni Boltraffio, Andrea Solari, Ambrogio de Predis y Gian Giacomo Caprotti, a quien apodó Salaí y calificó como “ladrón, embustero, obstinado, glotón”, faltas sin dudas perdonadas por el cariño y la eficiencia del aprendiz.
La oportunidad de lucimiento para Leonardo provino del encargo de los prestes dominicos del convento de Santa María della Grazie para que realizara una imagen mural de la última cena de Jesús, destinada a ocupar una pared del refectorio de la institución, donde cohabitaría con una crucifixión de Donato de Montorfano.
Tan a pecho tomó la encomienda que desde 1494 dibujó esquemas y bocetos: rostros de Jesús y los apóstoles repasados una y otra vez en diversas posiciones, gestos de éste o aquél, brazos y manos al detalle. Estudios en el taller y a pie de obra, ora aceptando, ora rechazando la intromisión de los ayudantes. El fraile, escritor y dramaturgo Mateo Bandello, dejó testimonio del proceso creativo: “Llegaba bastante temprano, se subía al andamio y se ponía a trabajar. A veces permanecía sin soltar el pincel desde el alba hasta la caída de la tarde, pintando sin cesar y olvidándose de comer y beber. Otras veces no tocaba el pincel durante dos, tres o cuatro días, pero se pasaba varias horas delante de la obra, con los brazos cruzados, examinando y sopesando en silencio las figuras”.
El innovador le jugó una mala pasada al artista. Al querer pasar por encima de la técnica al fresco común en la época –Leonardo sabía que una vez aplicados los pigmentos no podían introducirse correcciones–, inventó una base de arcilla y un aglutinante a base de óleo y barniz que le permitió lograr efectos mucho más vívidos en la composición del mural, eso sí, a corto plazo, puesto que dichos materiales sufrieron una pronta descomposición.
De ahí que lo que uno ve en Santa María, incluso luego de la restauración de 1999, es sólo apenas el 20 % de lo que se supone fue el original de 4,60 por 8,80 metros. Por suerte hay dónde comparar, gracias a las copias que desde poco después de la culminación del mural en 1497 comenzaron a circular; una de ellas atribuida a Andrea Solari, aunque algunos piensan que en ella intervino el propio Leonardo, localizada en la abadía belga de Tongerlo, cerca de Amberes.
Pero el artista se fue muy por encima del innovador en La última cena. Nada de repetir la fórmula de la Eucaristía, de los apóstoles mirando fijamente al maestro. Leonardo escogió un momento inédito en la tradición iconográfica de la escena, cuando Jesús suelta que uno de ellos lo va a traicionar.
Isbouts explica al respecto: “La noticia explota desde el centro de la composición como un verdadero tsunami, lo que lleva a los hombres alrededor de Cristo a estallar en negaciones y debates conmocionados o indignados. Esta idea, que es una desviación tan radical de la representación tradicional de la última cena, le daría a Leonardo la oportunidad de hacer lo que había intentado primero con su primer trabajo de La adoración de los Magos: representar el repertorio completo de las emociones humanas en respuesta al mensaje de Cristo”.
Esto le otorga una singularidad insospechada a La última cena, de Leonardo. En el punto de vista temático, en la complejidad dramática del gesto pictórico y la transgresión de reglas hasta entonces inamovibles, están los desafíos vencidos. Lástima que no resolvió la durabilidad del material empleado.