Conrado Roche Reyes
Allá en el barrio de San Miguel conocí a Pedro Vargas, a Mario y Evangelina Magaña, todos residentes de ese rumbo. Allí tuve mi primer reconocimiento de Agustín Lara, aún no se revelaba el compositor, sino el pianista. Su nombre se asocia a la fidelidad de la crónica. Era un barrio maravilloso y encantador, pobre y rico, triste y jubiloso, bajo y luminoso, y humano. Una estampa contradictoria y heterogénea, muy mexicana, muy al estilo pintoresco de los primeros veinte años de este siglo. Allí conocí a Agustín, su figura forma parte sustantiva de ese cuadro.
En las viejas pianolas y en los organillos melancólicos que suelen acompañar la caída de los incendiados atardeceres de la Ciudad de México, comenzaban a oírse los ritmos contagiosos de Agustín. Aventuro que nuestra primera juventud discurrió cuando él compuso las melodías que van de “Imposible” a “Noche criolla”, pasando por “Mujer” y por “Rosa”; después apareció “Pregón de rosas”, “Vino nadie” y, probablemente, “Lamento jarocho”.
Los años habían quebrado ya la unidad muy sugestiva que al principio formaron con Agustín, desde mi barrio, “El tuercas”, la cancionista Maruca Pérez y, ocasionalmente, Julia Garnica con Blanca y Ofelia Asencio, el trío Garnica-Asencio. A unos los separó el trabajo, a otros la muerte. Blanca Asencio era una flor de porcelana, de uva los extraños ojos, llena de luz la ancha frente, preciosa la nariz, de increíble suavidad el cabello, sensual el dibujo de los labios. Y de aquel conjunto de nombres, destaco a la famosa intérprete de Lara, la más linda voz que en todos estos años ha conocido el pueblo, la de ondas y originales tonalidades: Ana María Fernández. Era tan completa que resultó irremplazable y sirvió de modelo de las que después aparecieron. En sus inflexiones en la expresión de su afinada sensibilidad, en ese estilo exclusivo y tiernísimo que poseía Ana María Fernández, en esa especie de temperatura cálida con que sabe impregnar la voz privilegiada, ella era única en el exacto sentido de la palabra. Arrullaba, acariciaba, permitía soñar, delicada o fiel intérprete y a la vez adorno de oro de cuanto así cantaba. De un teatro casi olvidado, el “María Guerrero”, ella sola con su voz y con las melodías de Agustín Lara hizo un nuevo coliseo de la revista. Si no era voz prodigiosa por sus registros y educación, era sin duda la más emocionada, la más enamorada.
Permítame decir que evoco al Agustín de entonces como en ese aire disperso que gustaba de emplear Renoir en algunos estudios, porque aquel ambiente de Lara tenía remedios de café concierto a la vez de ese famoso baile de Bougival, que inmortalizó el grandioso impresionista. En fugitivas coloraciones, en lujuriosas luces, en un sugestivo movimiento de la línea y de la sombra que tenía lugar en las figuras de ese cuadro, al fondo inclinado al piano, Agustín tecleaba sin abandonar el cigarrillo ovalado en los labios, enjuto el cuerpo, ceremonioso el gesto, lacio el cabello, peinadísimo. Era en mi viejo barrio. Corrieron con prisa inadvertida cinco años. Y entonces empezaron a escucharse en las calles los versos de Agustín.
“Como dos puñales de hoja damasquina”.
Luego llegó “Cautiva”, más tarde “Cortesana” y aquel nostálgico “Si me quieres con adoración”.
Al amparo de sus versos sencillos, nuestros amores colegiales se hicieron atropelladamente o con lentitud. Eminentes profesionistas de hoy, hombres públicos, todos estudiantes insolventes de aquella etapa, tradujeron en voces y guitarras las canciones de Agustín. Primeras experiencias sentimentales, inolvidables, y los paseos nocturnos estuvieron animados, inflamados por su música. Expresaba cuanto nos rodeaba, las diversas formas de la vida capitalina y sus motivos, los sueños que soñábamos: ese era signo mágico de su arraigo y aceptación en todas partes. Su música comenzó por llenar la ciudad como una ola, fue extendiéndose a todo el país en los discos y en la radio cuyo generoso promotor era Emilio Azcárraga; traspuso las fronteras y cruzó al viejo mundo en pocos años.
*De los registros de mi padre
Continuará.