Emiliano Canto Mayén
La ignorancia tiene, bien miradas, sabrosas sorpresas pues, en términos gustativos, el sabor de no saber se aproxima a lo picante. Una reflexión sobre lo que podría ser y representar un chinelo, a los ojos del más absoluto desconocedor de este emblema del estado de Morelos, podría ser útil a la par que divertida, en estos tiempos cuaresmeños de ayuno y cuarentena.
Si, como por generación espontánea, llegara un alienígena a la entidad natal del general Zapata, sin las más básicas lecciones de antropología, pero con una curiosa e innata propensión a mirar aquí y allá; en menos de una semana, habría visto, de perdido, una docena de representaciones de este narigudo que baila dando saltos, brincos, vueltas.
Si tenemos en cuenta que, en la galaxia de este visitante, nada hay más extraño que los seres humanos, la presencia extraterrestre difícilmente descubría que la vestimenta de un chinelo es un disfraz que cubre a una persona.
El “alien” se preguntaría, seguramente ¿por qué aquel hombre ostenta la corona del Bajo Egipto sin la del Alto?, ¿por qué sus mejillas tienen más colorete que Shirley Temple? y ¿por qué su rostro es la cara pintada del “Anonymous” antisistémico?, ¿son meras coincidencias, suposiciones extraviadas o sutiles mensajes subliminales?
En cuanto a los sitios donde se toparía el viajero sideral con el chinelo, serían asaz múltiples e inesperados. Primero, los vería pintados en muchos muros de Cuernavaca, también en efigies diminutas y en cientos de tazas, en el imperdible bazar de artesanías; como estatua, el chinelo saluda alegremente a quienes atraviesan el umbral de un elegante restaurante yucateco y, supongamos todavía más, en el caso de que el ovni del alien se hubiera descompuesto y el octavo pasajero tuviera que venir desde la Terminal del Sur, lo vería en el televisor del autobús, al abandonar las ruidosas inmediaciones del metro Taxqueña.
Cabe anotar, además, experiencia cercana del tercer tipo, que el chinelo sería contemplado en vivo y a todo color, como por encanto, en el curso de los carnavales, delante de los alumnos embriagados que concluyen su programa de estudio y, verdad absoluta, en el estadio de Zacatepec, durante el medio tiempo de un partido organizado y jugado por el gobernador en persona.
Cabe destacar, por supuesto, que el chinelo también es una expresión de abigarradas connotaciones lingüísticas: los más orgullosos de la pureza de sus orígenes presumen ser “más morelense que el chinelo” y, yo he oído decir, que “se sacan los chinelos a la menor provocación”, dando a entender que cualquier motivo, hasta el más nimio, es válido para armar un sarao o jaripeo.
Con estos antecedentes, lector piadoso ¿qué opinión o juicio cree usted que un profano del folklor en México podría hacerse del chinelo morelense, sin mayor información que las de sus propias observaciones? El chinelo sería, al menos para un despistado demencial: manía obsesiva, insistencia idolátrica e incurable endemia de Morelos que, inexplicablemente, se ha adueñado de los rituales más sagrados y de los actos más cotidianos de esta fértil y florida región de México. A tal punto son ciertas estas apreciaciones erradas que, muy seguramente, ya veremos, al término de la Jornada Nacional de Sana Distancia, festejar aquí y allá a este personaje zapatista del jolgorio y regocijo.