Jesús Peraza Menéndez
Si hablamos de ese humano modo de lenguaje realizado con la imaginación para hacer obra de arte, entonces hablamos de Manuel Felguérez.
Vamos, es hora de la partida a los 91 años, contagiado de coronavirus como para seguir su trayecto en la era industrial-urbana, que abarca al mundo, a México, que es “el mundo” entre su pasado continental de obras estéticas; desde las cuevas primitivas a las magníficas pinturas, esculturas y arquitecturas mayas, nahuas, zapotecas, olmecas y las que van en sus bordados; tallas, cerámicas que si “no son arte” están más cerca de la estética.
El potencial creador llegó a la Ciudad de México desde la árida de las entrañas mineras de Zacatecas para habitar y transitar toda su vida en la urbe surrealista y mágica, como la vivieron, cada uno por su parte, Salvador Dalí y André Bretón.
Es de La Merced a Coyoacán, de la volcánica vegetación de San Ángel, con la UNAM hasta el 2 de Octubre, el Ajusco, Tres Marías; los tlacoyos y la sopa de flor de calabaza y, en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. En el trolebús de Zacatenco bajo el Chiquihuite con el “Cerro Gordo” del IPN a la Roma para sentarse a comer pan de dulce y tomar café en un comedor clásico chino. Entre los tiempos de radio la televisión, multimedia y la lavadora automática, entre pisar la luna e invadir Vietnam y vivir con las bombas atómicas estalladas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Felguérez, como otros creadores, no precisa homenaje de burocracias yertas que administran la pobre reunión de los cultos selectos y elegidos tan contrarios a la libre expresión y la cultura pública social.
Creo yo que el homenaje es de Felguérez a la humanidad con su obra, con el Museo que la alberga en Zacatecas y las decenas de esculturas y cuadros en sitios abiertos y cerrados; su obra vista por millones en la avenida Reforma de la Ciudad de México.
La fuerza estética del creador zacatecano no vienen de sus buenas relaciones, trámites o compra de voluntades o la autopromoción, de destruir la obra de otros para instalar la suya, como sucede en esta modernidad de marchantes especuladores y usureros, que ordenan destruir la de otros para poner las suyas o que hacen de las suyas la antítesis de la diversidad indispensable de espíritu social.
Lo conocimos bien, fueron buenos amigos con nuestro padre escultor Andrés Peraza Ojeda; les gustaba el escultismo acampar en La Marquesa en “Mala Punta”, subir a Rocas Barrón, los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl y, mirar fuera de ti todo lo conectando de alguna manera con los fragmentos, los orígenes distintos y comunes. Lo abstracto y lo concreto.
Fue la clave entre pensar imaginando y lo que hay tangible como es. El modo de hacer de Felguérez en una lucha política cultural que se dan, pero en el arte estas luchas asumen formas tangibles con síntesis estéticas. Como dice el poema de Gabriel Celaya: “Son gritos en el cielo y en la tierra son actos”.
El arte trasciende a su creador vive cada vez que otra y otro lo revela, lo acoge con sus sentidos, lo disfruta por su construcción única e irrepetible, porque su biología inteligente comprende que la relación del todo por sus partes es orgánico-emocional-inteligente.
Se le llamó al zacatecano con otras y otros creadores la “generación de la ruptura”, como marcando el nacimiento de la obra de los que nacieron después de 1920, los que ya no serían parte del movimiento muralista del tema de las causas ideales e ideologías nacionales revolucionarias. Asunto clave porque parecía que una corriente e enfrentaba a otra y si en las cuestiones políticas en la estética no hay ni burgueses, ni proletarios, ni creyentes o ateos hay arte o no hay, es la obra con su creador.
El imperialismo se extendía tras su victoria sobre el fascismo y lo mejor era una identidad mundial, no internacionalista de las autonomías culturales, las atmósferas de temple regional, sino una “marca abstracta”; una intencional confusión perversa con la creación de los abstraccionismos estéticos, no sucedió, la creación abstracta es una revolución dentro de la revolución, con Kandinsky, con otras y otros que se anticiparon a los avances tecnológicos-científicos que embistieron al arte, la cultura y la humanidad, claro.
La política, el Estado y la Iglesia embisten al arte, le asignan funciones distintas a sus motivos trascendentales, la expresión de la forma humana en sus múltiples e infinitas posibilidades. Sobre ellas hay preferencias de los círculos que dominan el espíritu cultural de la época que son un obstáculo para la diversidad creativa.
Felguérez la enfrentó. Gilberto Aceves, de esta época de la generación de la ruptura, lo aborda en una conversación con el pintor muralista yucateco Fernando Castro Pacheco, el colofón del muralismo mexicano, quien para entonces fungía de director de la Escuela Esmeralda. El pintor abstracto quería impartir talleres, el director “realista” (es un decir, hecho otro análisis crítico sobre su obra), le indica: “Busco maestro, no genios”.
El pintor escultor zacatecano lo resume:
Te voy hablar de mí. No me interesaba participar con 200 pintores porque necesariamente esa exposición iba a ser mala y, como miembro del comité de lucha, no quería tomar parte en una actividad de Estado represor. La mayoría pensábamos así, pero buscamos pretextos para oponernos porque a todo el mundo lo estaban metiendo a la cárcel. El último recurso fue argüir que “los pernios pervertían el arte”. (Cherem, 2004, p.153).
Su obra no es diferente a su conciencia política, no hay artista neutro ni cultura para ser inhumanos, agrega Felguérez: “Yo no creo que el arte sea necesariamente el espacio para descargar emociones y mi obra jamás ha reflejado mis estados de ánimo. Mí única búsqueda es estética, sentir placer ante lo que estoy haciendo. Pintó más con la cabeza que con las manos, pasó horas frente a los cuadros luchando por alcanzar la forma y el color hasta que logró terminarlo”. (Ibídem, p. 155)
Y cómo hace en su prosa la poeta Rosario Castellanos Manuel Felguérez “en brazos del amor se reconcilia con el Universo”.