José Díaz Cervera
II
Si migrar es, a fin de cuentas, un ensayo casi siempre fallido de intercambio de miradas (uno busca ajustar la mirada propia y se imagina mirado inquisitivamente por los demás), también es una tentativa encaminada a reconciliar los espejos ajenos con la sombra propia.
A partir de allí, uno se descubre propietario de un mundo en el que todo está dispuesto para la diligencia o el desamparo, factores que nos permiten distinguir lo que es nuestro y lo que nos resulta radicalmente ajeno en todo ese proceso mediado por el asombro: “No es mía la blancura / que hay fuera de la página”.
Así, de la misma manera que el poeta Vicente Quirarte no pudo “vencer a la blancura”, Manuel Iris se descubre ajenidad a partir del reconocimiento de su propia voz que, llena de colores, no puede sintetizarse en el mutismo de la blancura que pinta el paisaje de albayalde (con una nieve que todo lo desdice) convirtiendo nuestros ojos en fantasmas.
La aparición de la nieve es entonces una experiencia radical, solo homologable al descubrimiento que el escritor hace de la hoja en blanco en la que se sintetizan la tentación y el horror y donde el poeta se confronta con sus propios límites y se advierte perseguido por esa irresoluble marginalidad que lo mantiene como flotando entre el cielo y la tierra, sin otro recurso que el de la palabra desnuda (pero intensa) para combatir contra la superficialidad del mundo.
Manuel Iris, sin embargo, no se resigna a pensar que el valor del heroísmo es directamente proporcional a la dimensión de la derrota. Iris no es un poeta épico. En todo caso –y aún en la derrota provisional– el héroe está siempre en la primera línea de combate (con la cuenca vacía, con el muñón listo) para recomenzar la batalla, con una gran (y por lo demás muy humana) dificultad para reconocer que ha sido derrotado “… en un lugar distinto / en que jamás se ha visto una blancura / más quemante que la flama de napalm”.
Así, de la misma manera en que todos los colores se sintetizan en la monotonía de la blancura, Iris descubre que todas las cosas (todos los sonidos y todos los afanes) se resumen en esa especie de hechicería perversa y seductora que hay en el silencio, como si sólo en él pudiera el mundo perpetuarse más allá de la corrupción y del olvido, e incluso más allá de las palabras: “Terca, la hoja amarilla / no se suelta de la rama. // La observo en su disputa / contra el viento y la lluvia, / contra la gravedad. // Llevo días mirando / su callado esfuerzo, / su tragedia diminuta. // Su persistencia / no merece olvido. // Es por eso / que la he puesto aquí, / en este verso / del que nunca caerá”.
La terquedad de la hoja es análoga a la terquedad del poeta, de la misma manera que la rama del árbol lo es a la palabra que insiste en aferrarse a la memoria y a los sueños. Mas la memoria y el sueño hablan en lenguas diferentes: la memoria habla siempre en primera persona, el sueño lo hace en la impersonalidad y a partir de la evasión; con Bachelard diríamos que el que sueña siempre viaja a la deriva, impulsado por el matiz.
No hay idioma para la poesía porque ella es un lenguaje universal. No hay lugar para el poeta porque él quisiera ser de todos los lugares en que haya impreso la planta de su pie. No hay tiempo para el poema porque su tentativa es necesariamente la intemporalidad. Cada palabra de un poema ensaya siempre la conformación de un contenido deíctico que, en el caso de “Cincinnati. Historia personal”, se constituye como una paradoja dramática: “soy de aquí…”.
Continuará.