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Cultura

Doctor Caligari, cien años después

Pedro de la Hoz

En la cultura de masas de nuestros días, cuando se menciona a Caligari se asocia el nombre a la popular banda de rock que hizo época en la movida española o a la relativamente joven formación británica surgida en Cardiff en 2012.

La historia del cine nos induce a mirar un siglo atrás para cobrar conciencia de que el centenario de la película El gabinete del Doctor Caligari (Das Kabinet des Doctor Caligari) marca un hito en el recuerdo de una producción que revolucionó estéticamente la pantalla.

En efecto, el filme del director alemán Robert Wiene, cuyo rodaje comenzó en diciembre del año anterior, fue estrenado en 1920, en una nación que padecía las secuelas de su derrota en la Primera Guerra Mundial y trataba de salir adelante en la nueva e inestable República de Weimar.

Días antes de la primera proyección en Berlín, las calles se inundaron de enigmáticos carteles que rezaban: “¡Debes convertirte en Caligari!”. Nunca antes se habían generado tamañas expectativas ante un estreno en la capital alemana.

El público respondió, más por la etiqueta del filme, que en atención a sus radicales planteamientos artísticos. Cine de terror, cine que se empataba con las tradiciones de la literatura gótica y la oralidad fantasmagórica centroeuropea. Cine silente con una banda sonora en vivo escrita para la ocasión con todos los efectos posibles para inspirar desasosiego en los espectadores. Cine con un argumento si se quiere tópico y de fácil deglución: un tal doctor que en un espectáculo presenta al sonámbulo Cesare, capaz de predecir el futuro de la gente y responder a la pregunta más frecuente del público: cuándo voy a morir. Por demás, asesinatos que van y vienen, sospechas sobre el doctor y su homúnculo, y unos cuantos sin antes pasar por toda una serie de espeluznantes sucesos.

Cuando se ahonda en el contexto y lo que vino inmediatamente después se vislumbra cómo la pantalla reflejaba tanto el crujir democrático de la República de Weimar, con su escenario de hiperinflación y miseria, como la anticipación del ascenso del nazismo tiempo después. Ello sin rebajar ni un milímetro los grandes alardes de creatividad de guionista y director en medio del auge del cine como un notable fenómeno de masas en Alemania.

La crítica, de momento, dividió puntuaciones; unos alabaron la singularidad de la puesta en escena; otros la calificaron como una fábula pretenciosa y acartonada. Estos últimos no calcularon la enorme influencia ejercida por la cinta de Wiene, realizador con larga experiencia teatral y que llegó como segundo plato al set de filmación, puesto que el productor Erich Pommer pensó encargársela al austriaco Fritz Lang, con unas cuantas obras a su haber. Dicho sea y no de paso, Lang se arrepintió de haber declinado la oferta y reconoció que dos de sus más logradas películas, antes de dar el salto a Estados Unidos, M, el vampiro de Dusseldorf y El testamento del Doctor Mabuse, le deben a Caligari.

El espejo de El gabinete irradió tempranos reflejos en una zona de la filmografía alemana de los años 20, díganse Nosferatu y El último hombre, de Friedrich Murnau, y Misterios del alma, de G.W. Pabst, por citar unos pocos ejemplos. Por no hablar de rasgos estilísticos filtrados de uno u otro modo a las producciones fantásticas estadounidenses y hasta el mismo cine negro de Hollywood. Y de un cineasta de culto de muchos años después, el sueco Ingmar Bergman, quien al comparecer tras el estreno de su ya clásica El séptimo sello, apuntó: “Mi cine se nutre del cine y en ello tuvo que ver las veces que repasé El gabinete del Doctor Caligari”.

Caligarismo se convirtió en sinónimo de expresionismo en el arte de las imágenes en movimiento. Ciertamente, la caligrafía de este movimiento estético que abarcó la literatura y la pintura impregnan los decorados, las soluciones visuales y la atmósfera del filme. Sean Bauer lo resumió en una frase: “Allí fue cuando el cine alemán comenzó a convertirse en arte”.

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