Pedro de la Hoz
Iba a nevar tempranamente en Berlín. El cielo presagiaba los primeros copos de la temporada invernal de 2002, aunque estábamos a mediados de octubre. No se hablaba del cambio climático. Fui a la Casa de las Culturas del Mundo atraído por una cita apetecible: Carlos Monsiváis hablaría sobre la cultura urbana en Ciudad de México y su impacto en la literatura.
Conocía su obra, pero no lo suficiente. Había leído tres libros suyos: Amor perdido, penetrante indagación sobre los mitos mexicanos del espectáculo y otros aspectos no menos míticos de la izquierda, el sindicalismo y la burguesía; y un volumen de crónicas, Escenas de pudor y liviandad en las que repasaba con fino escalpelo el ambiente de la capital mexicana de las segunda mitad del siglo XX, con agudas observaciones sobre famas bien ganadas y espurias, vedettes auténticas y falsas, personajes legendarios e impostados, juventudes luchadoras y desganadas.
No era tan mayor todavía. Chaparro, con respiración ansiosa y pausas en el habla, aparentemente distante, sobre todo porque la presentación de la parte alemana y la mexicana –protocolos mediante la embajada y la institución anfitriona– tenía el rancio sabor de las formalidades, y Monsiváis no tenía que ver con la etiqueta.
En poco más de una hora desmontó la escena mexicana de aquellos días: gloria y humo, urbanismo y marginalidad, estrellas en ascenso y en declive, viejos políticos en los que no creía y nuevos políticos en los que les costaba creer.
Años después subrayé una reflexión suya que en buen grado medía su perspectiva social: “El subdesarrollo no es poder mirarse en el espejo por miedo a no reflejar hasta qué punto es responsable de sus actos una persona abandonada, sin recursos ni capacidad específica, enloquecida por los malos tratos, la indiferencia y la imposibilidad de alimentar a los suyos”.
No destiló su ironía habitual aquella noche, tal vez contenido ante un auditorio donde había muchos alemanes que entendían el español sin mucha de sus sutilezas y latinos de al menos una decena de países muy diversos. Al final se explayó y anoté dos observaciones suyas: “El kitsch existe, no lo neguemos, admitámoslo, dejen que nos invada, nos corroa y nos abrigue; luchar contra él es tan kitsch como serlo”. Y “perdonen, pero los europeos nos entendieran mejor si dejan a un lado el complejo de Maximiliano”.
No puedo decir que estuve de acuerdo con todo su discurso, pero eso era él, polémico e incitador de la polémica, algo absolutamente admirable por su honestidad y entereza. Me acerqué a saludarlo y tuvo la defer="true"encia de preguntarme qué hacía yo en Berlín y si había podido leerlo sabiendo de dónde venía y sus diferencias con intelectuales cubanos.
No tenía que pensar exactamente como él para respetarlo y saber que necesitábamos de su lucidez e inteligencia. A diez años de su partida comparto lo que afirmó el humorista Helguera: “Extraño su ironía, no abunda ahora”.
A encontrarme con Monsiváis me ayudó uno de los grandes intelectuales de América Latina, a quien también acababa de conocer pero con el que hallé una pronta afinidad, el chileno Antonio Skármeta. Había asistido a la velada y cuando saludé a Monsiváis le dijo: “Pedro es periodista como tú. Y escritor como tú”.
Doble ficha. Literatura y periodismo. Tema como para debatir en extenso, los cruces de oficios. Monsiváis y Skármeta eran y son maestros. En la charla berlinesa Monsiváis afirmó que el periodista que en cada línea no pusiera la pasión de la escritura nunca sería periodista. Skármeta buscaba en las columnas de los diarios y revistas mucho más que una opinión, iba a la médula del estilo, la habilidad para tejer ideas y hacerlas atractivas.
Monsivais hubiera querido ir a un apartamento de chilenos que se quedaron a vivir en Alemania donde se armaba una reunión festiva después de la conferencia, pero estaba atrapado por un compromiso con sus anfitriones.
Aproveché para intercambiar con Skármeta acerca de cómo me complacía más la intensidad en sus cuentos que en las novelas. No he olvidado mis lecturas de Desnudo en el tejado, Premio Casa de las Américas en 1969, y del volumen Tiro libre, publicado en Argentina en 1973. Claro que en las narraciones no podía faltar Ardiente paciencia, de la que los contertulios de la noche no recordaban una sola línea puesto que la película que enrevesó el argumento, El cartero de Neruda, se tragó a la noveleta y Skármeta pasó a ser reverenciado por el filme y no por la literatura.
Noté cierta desesperación en su mirada. Quería hablar de libros y no de cine con sus compatriotas. Nada que hacer. Antes de marcharme dijo: “Cuando leas la novela que acabo de terminar, dime qué te parece”. Por esos días estaba por salir El baile de la victoria. Nunca la conseguí, mas espero leerla algún día.
La primera nieve estaba en la calle. No sentí frío. Entre Monsiváis y Skármeta me bastaba para ver los copos sobre mí como un divertimento. Skármeta sigue por ahí publicando textos de valor. Quiero creer lo que ha dicho Margo Glantz sobre Monsiváís acerca de que andará en el paraíso reescribiendo el prólogo de la Biblia para interpretar e incluso corregir las Sagradas Escrituras.