“¿Las quieres para ti? Son de hombre”, me advirtió el vendedor cuando le pedí en mi talla las botas de minero que había visto en el aparador. Le respondí que no me importaba, así las quería, pero me entró la duda y le pregunté por la diferencia. “El diseño, las suelas... éstas son de trabajo, de uso rudo”, me contestó. Pensé que caminar a buen ritmo durante horas por las calles irregulares y empedradas de Xalapa era suficientemente “rudo” como para optar por un modelo más delicado, así que mantuve mi decisión. Las probé sobre los tapetes de la zapatería, observándolas en los espejos oblicuos a ras de suelo, por delante, por detrás, de lado. Presioné las puntas para sentir si habría espacio suficiente para cuando los pies se me hincharan. No tenía que preocuparme por combinarlas con mi guardarropa, tan grunge y despreocupado. Las pagué y me las llevé puestas.
Entonces eso era la libertad. Ponerme las botas de minero, que compré en el Pasaje Enríquez, de piel café, con las agujetas gordas y una suela gruesa y resistente. Todavía recuerdo la maniobra de hacerles doble nudo para que no se desataran durante la caminata. A veces, una de las lengüetas tendía a deslizarse y por eso tenía mucho cuidado al momento de calzármelas. Recién me había mudado a Xalapa, desde Mérida, para estudiar la universidad. Tenía dieciocho años y eran mis primeras botas. Para mí, que venía de tierra caliente, con sandalias y tenis de lona, esas botas fueron el primer paso para adaptarme a una nueva vida de calcetas, bufandas y suéteres de lana. También fueron la condición necesaria para volver real mi fantasía adolescente de largas caminatas solitarias por una ciudad neblinosa donde pudiera entristecerme a gusto, sin descuidar por ello mi sentido de la aventura. Si la educación sentimental de Emma Bovary se forjó con las novelas románticas, y la de Alonso Quijano, con las de caballería, la mía tuvo que ver con personajes introspectivos, cuya búsqueda vital los llevaba a aislarse de vez en cuando, desvelarse para leer y escribir durante horas, aliarse con otros seres semejantes para tener largas pláticas, tan profundas siempre. Y largas caminatas, por supuesto, como los personajes de Herman Hesse y Thomas Mann. O como los de James Joyce. Así comenzaron mis largos paseos durante las horas libres de la tarde, los fines de semana o las que le robaba al sueño. Casi siempre por mi cuenta, acompañada por mi walkman Sony en el que escuchaba casetes con mis canciones favoritas de Radiohead, Pearl Jam, Soundgarden o Lacrimosa —porque justo transitaba de la melancolía del grunge a la de la música dark—. Y el segundo libro de El clave bien temperado de Bach, cuando andaba muy revuelta por dentro y necesitaba asirme a una estructura definida y bella.
Creo que había otras cosas, además del walkman, que me distanciaban del flâneur, aunque Charles Baudelaire era una de mis referencias constantes. Compartía con este personaje el método de vagar por las calles, a veces sin rumbo, dispuesta a observar lo que me saliera al paso, conservando mi individualidad en medio de la multitud, pero dos aspectos me deslindaban de su definición. En primer lugar, no sólo iba al encuentro de una ciudad nueva para mí, sino de mí misma. Me descubría al caminar sola en donde nadie me conocía aún. Era mi propia compañera peripatética de diálogo, y caminar se parecía a escribir: la certeza del punto de partida hacia la ambigüedad de un destino que sólo podía definirse en el transcurso, poco a poco, como una imagen que se vuelve nítida tras enfocar la lente de una cámara. Y esta analogía analógica no es gratuita: era el año 2001. En segundo lugar, cuando me volcaba hacia afuera, había en mi experiencia una intención más salvaje, más básica: explorar el territorio, reconocerlo. Una intención más canina, incluso.
Un sábado por la mañana, en el trayecto de Mártires del 28 de Agosto hacia Ruiz Cortines y Ávila Camacho, me encontré con una jauría de perros. Eran más de seis, de todos los tamaños, descansando en la acera. Recuerdo sobre todo a uno, blanco de pelo largo con manchas cafés, que parecía tener un rango especial en la manada, ya que los demás ponían mucha atención a sus movimientos y decisiones. Él fue quien tuvo la iniciativa de acompañarme. Caminé rodeada por ellos varias calles. Probé detenerme y ellos se detenían. Caminaba de nuevo, ellos me seguían, a veces adelantándose un poco. Así atravesamos la avenida Ruiz Cortines, continuamos por Mártires y seguimos hacia Ávila Camacho. Recuerdo caras sorprendidas en el camino, a las que no les presté mucha atención, sin embargo, porque la dirigía por completo a la caminata y la compañía. Eso era entonces la manada y no el rebaño.
No puedo imaginar a un flâneur del siglo XIX ni a algún epígono suyo del XX (¿cómo se diría, vigesímico?) caminando más de un kilómetro por las calles de París o de alguna otra ciudad “literaria”, acompañado por una jauría de perros callejeros mientras en sus audífonos sonaba Portishead; y que, más que observar a los demás transeúntes, atendiera, por el contrario, a las sensaciones de su propio cuerpo en movimiento, disfrutando de la sencilla belleza de aquella compañía animal para reconocer el territorio y reconocerse en el territorio. Nunca me he identificado con el arquetipo del flâneur, sin embargo estas palabras de Baudelaire tienen mucho sentido para mí:
“Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte, contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar inadvertido —tales son los pequeños placeres de estos espíritus independientes, apasionados, incorruptibles, que la lengua apenas alcanza a definir torpemente”.
La mayoría de mis caminatas diurnas surgieron del deseo genuino de vagar, aunque implicaron también una ventaja económica adicional: todo lo que me ahorraba del transporte podía gastarlo en libros, que devoraba, además de los que tomaba prestados de las bibliotecas de la Unidad de Humanidades y la Unidad de Servicios Bibliotecarios y de Información. Las caminatas nocturnas, por otro lado, respondían sólo al deseo, aunque uno nacido de la imitación. Sergio Pitol, quien fue mi maestro en la universidad, comentó una vez en clase que a veces, cuando no podía dormir, recorría a pie el centro de Xalapa en la madrugada. Un compañero comentó que sí, que una vez lo había visto. A mí me pareció una gran idea, sobre todo porque imaginé que en esas circunstancias no me encontraría con esas multitudes tan atractivas para los flâneurs, pero que a mí me resultaban molestas. Las calles estarían vacías y, para mayor soledad, descendería la niebla a cierta hora. Nada de automóviles ni acosadores callejeros.
Esas caminatas de madrugada me parecen ahora inverosímiles. Hubo quien nos juró, a mis padres y a mí, que Xalapa era una ciudad muy segura. Yo le creí por completo. La intención, supongo, era la de tranquilizar a mi madre por dejarme sola; no la de garantizar mi integridad en cualquier circunstancia o paseo solitario en la madrugada. Y sí era Xalapa más tranquila en esos años. Apenas iniciaba el nuevo siglo y los zetas no controlaban Veracruz, ni siquiera se los oía nombrar. Mis encuentros nocturnos se reducían, de modo esporádico, a toparme con estudiantes que jugaban futbol en la calle o volvían de alguna fiesta. De vez en cuando, otro u otra caminante, pareja o grupo de amigos, me salían al paso en algunas calles, así que tampoco era yo la única en mi especie. No me encontré con el maestro Pitol, sin embargo, las veces que llegué hasta la zona centro. No tuve tan buena suerte.
La única vez que me sentí en peligro fue una madrugada por el rumbo del mercado de La Rotonda, cuando un taxista comenzó a acosarme, insistiendo en llevarme a donde yo quisiera, sus palabras detrás de la música de mis audífonos. Con un poco de miedo, pero sobre todo harta de su insistencia, le dije: “Si no me dejas en paz, voy a armar un escándalo para que salgan todos los vecinos, vete a la chingada”. ¿Qué pasaba por mi cabeza? No lo sé. Tras el incidente, decidí que tenía que cuidarme más. Mi solución de adolescente fue comprar una navaja suiza que todavía conservo. Al final, sólo la usé para destapar cervezas y sacar corchos. De nuevo, ¿qué pasaba por mi engreída cabeza? La temeridad de los 18 años, supongo, con mis botas de minero y mi navaja suiza. Ahora, en cambio, si quiero ir a la tienda y son más de las once de la noche no siempre me animo.
En algunas caminatas tuve compañía: Yeni, la nieta de la señora que me rentaba el cuarto de la pensión, una chica que se rio de lo anticuado de mi walkman y me prestó su discman durante un tiempo, volviéndose una amiga muy cercana. Recuerdo que fuimos una tarde de sábado a “buscar chaneques” (duendes traviesos que habitan lugares peligrosos) a una especie de bosque o falda de cerro donde caminamos por una senda muy estrecha entre la vegetación verde y apabullante que iba de bajada varios cientos de metros. Cuando llegamos al final del trayecto, un terreno baldío, nos tendimos sobre nuestras chamarras a platicar mientras fumábamos Alitas sin filtro. Fue la primera amiga con la que pude recorrer la ciudad y los pueblos vecinos, llenándonos de barro a veces y caminando durante horas sin rumbo. También fue mi guía xalapeña algunos fines de semana en las expediciones por la avenida Américas, la colonia Progreso Macuiltépetl, Fovissste y El Dique, donde comíamos pizzas hawaianas y tomábamos yogur de ciruela pasa.
Otro compañero de caminatas nocturnas fue Edgardo, mi novio metalero, con quien visité el Panteón Xalapeño un par de madrugadas. También un caminante por gusto, recuerdo que nuestras primeras citas consistieron en “andar”, como él decía, juntos por la noche, parar de vez en cuando en algún parque y cenar tacos, ya de madrugada, o hamburguesas de carrito, con queso y champiñones. Cada quien, sin embargo, mantenía intacto su deseo de caminar en soledad. El clima xalapeño nos permitía ese placer, ya que ambos veníamos de ciudades cuya sensación térmica hacía imposible disfrutarlas a pie. Nuestra nueva ciudad, en cambio, olía a lluvia, café y humedad. A salsa de chile seco y enfrijoladas. Recuerdo que un par de veces, una noche y una tarde de fin de semana, sin planearlo, me lo encontré vagando solo y continuamos el paseo acompañados. “Ibant obscuri sola sub nocte per umbram”: la hipálage de Virgilio que traduje días después en mi clase de latín me resultó entonces muy familiar, y fantaseé con los versos siguientes: “y por las moradas vacías de Dite y los reinos inanes:/ como el camino bajo una luz maligna que se adentra en los bosques/ con una luna incierta, cuando ocultó Júpiter el cielo/ con sombra y a las cosas robó su color la negra noche”. El Panteón Xalapeño fue nuestra versión mucho más amable del Hades.
Años después me enteré de que una de mis poetas favoritas, Eunice Odio, había respondido al mismo llamado de las caminatas urbanas, siendo incluso una niña muy pequeña. Le cuenta por carta al escritor Juan Liscano:
“En realidad no hacía nada; no iba a ningún sitio determinado. Sencillamente vagaba por la ciudad —de punta a punta—, durante todo el día; y me entretenía con las mil cosas que no entretienen a nadie más que a los niños. Esas cosas que, en la niñez, nos dejan materialmente embobados y transfigurados; y que los adultos —que somos unos seres vulgares— encontramos insulsas”.
Cómo me hubiera gustado leer esa carta en mis años de universidad, en los que casi no leí a escritoras y, menos aun, a autoras que escribieran sobre mujeres caminantes y exploradoras urbanas. Leí Al faro, de Virginia Woolf, pero no supe la importancia que tuvieron los paseos para su escritura. Wanderlust, el libro de Rebecca Solnit, acababa de publicarse, pero no lo conocí hasta mucho después. Creo que, de haberlo conocido antes, no me habría aventurado a vagar por el espacio público, tan tremenda es la opresión histórica a las mujeres que detalla en el capítulo 14. Mi ignorancia fue mi ventaja, entonces, aunque me haya puesto en riesgo durante esos años. Nunca me sentí en peligro real e interpretaba las palabras de acoso a través de mis audífonos sólo como una molestia eventual, fruto de la estupidez humana, fuera de mi control. Al principio, me enojaba porque interrumpían mis “hondas reflexiones” o el estado de gracia al que me llevaban las endorfinas tras varios kilómetros recorridos. Tiempo después, decidí confrontar. Cuando escuchaba un piropo o palabras soeces, regresaba sobre mis pasos y preguntaba con tranquilidad por qué lo hacían, qué esperaban que sucediera. Todos se ponían nerviosos y no sabían qué decir, tal vez encarando su propio ridículo.
A veces olvidaba las llaves de la pensión y mis caminatas se prolongaban tanto que cuando regresaba la reja de la entrada y la casa tenían ya los candados y nadie podía dejarme pasar. Entonces me subía por la reja, alta y negra, hasta un muro a través del cual alcanzaba el techo y caminaba unos pasos hasta el balcón de mi habitación, por donde entraba a través de la ventana abierta. Un día, doña Margarita, la señora que me rentaba el cuarto, me dijo: “Oye, ven a ver estas pisadas que están aquí afuera de tu cuarto. No sé de quién sean porque son de hombre, mira”. En realidad creo que no me enojó su actitud acusatoria, así que sólo le aclaré: “Son las huellas de mis botas, mire, la misma suela. No se preocupe”. No me sorprendió: no eran sólo las botas, sino que gran parte de mi actitud, hábitos o hasta la música que escuchaba parecía pedir la aclaración “es de hombre”, y no faltaba gente voluntaria para hacérmelo saber.
Las botas de minero me acompañaron durante siete años, aunque en los últimos descansaron más de lo habitual porque adopté otro par que a fin de cuentas no me convenció y le vendí a una de mis mejores amigas. Estuvieron conmigo hasta que las olvidé en un curso de meditación que hice en Valle de Bravo. Quiero pensar que fue porque merecían una vida más interesante que conmigo, ya de regreso en Mérida. Merecían dar más pasos, paseos en las montañas; aventurarse por caminos más estimulantes que los de una ciudad de calles tan calientes que las exiliaban a un rincón de la zapatera. Cuando llamé por teléfono a los administradores del centro de meditación para preguntar por ellas, la coordinadora respondió: “Sí, aquí las dejaste... se ven tan calientitas”. Le dije que podía quedárselas si le habían gustado y me lo agradeció, muy animada. Sabía que se quedaban en buenas manos, y pies, y que recorrerían un paisaje para el cual fueron hechas: la montaña, los caminos de tierra, las calles empedradas. Conocían la voluntad de perderse y de encontrar el camino. Y yo también, gracias a ellas, conocí esa voluntad, la misma que desde el principio me hizo desear y apropiarme de algo que, me decían, no era para mí, pero sí lo era.
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JG