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¿Podemos seguir hablando de arte contemporáneo?

Iván de la Nuez

Hay un momento del arte contemporáneo en que alcanza su apogeo a finales de los años ochenta del siglo xx. Digamos que coincide con la crisis del comunismo, la explosión de internet y la promulgación de la Era Global. Y es alrededor de esa fecha que queda marcada una extraña manera de narrar el Arte Contemporáneo: de súbito, los currículums de los catálogos comenzaron a escribirse hacia atrás. Esto es, desde el presente hasta los primeros pininos de los creadores.

En semejante coyuntura, el relato del arte sobre sí mismo sufre un trastorno temporal y deja en evidencia su horror al futuro. ¿Terror, acaso, de no sobrevivir? La verdad es que el currículum del artista se transforma en un artefacto freudiano que describe el viaje al útero materno. Comienza en el presente y va desandando el camino hasta la fecha del nacimiento, real o artístico, del protagonista.

Además de Freud, ese currículum “al revés” guarda más relación con la ficción que con la crítica o la teoría. Por eso es un periplo más próximo a El curioso caso de Benjamin Button, de F. Scott Fitzgerald, o a Viaje a la semilla, de Alejo Carpentier, que a cualquier pieza de Arthur Danto o Brian Holmes. Esos dos cuentos citados ilustran un desplazamiento hacia el grado cero de un presente que da la espalda al porvenir. Por eso mismo, el currículum deja de ser un dispositivo fiable. Sobre todo, por su notable diferencia con la biografía.

El currículum privilegia los honores. La biografía se alimenta de un material más escabroso. El currículum –para cumplir sus objetivos– vela; la biografía, si es honesta, desvela. Frente a la asepsia profesional del currículum, se levantan los vicios y obsesiones, vanidades y rencores que pueblan esa novela del arte que no ha parado de crecer en los últimos años. El currículum va hacia atrás mientras que la biografía avanza hacia un lugar donde espera la decrepitud y el fin.

Desde el nacimiento de la imagen –adjudicada muchos años más tarde a una figura llamada “artista”–, los seres humanos intentaron dejar constancia de que habían “pintado algo” en esta vida. Vale la pena reparar en esta frase común que pone al mismo nivel “existir” y “pintar”.

O el arte y la vida, como le gustaba a esa vanguardia que tanto había insistido en quebrar la frontera que separaba estas dos esferas. Algo nos dice que su fracaso tiene que ver, además, con la sublimación de una de las partes en conflicto: el arte. Con el hecho comprobable de que, para los vanguardistas, la vida –minúscula y finita– ha “pintado poco”.

Quizá, los defensores a ultranza del arte como una entidad eterna, así como sus enterradores profesionales, han perdido el tiempo. Ningún decreto hará desaparecer el arte; ninguno conseguirá sellarlo con el marchamo de la inmortalidad. Si continuara, no parece posible que pueda hacerlo como hasta hoy, corriendo al revés del tiempo y con el artista narrando su vida hacia la pureza. Y si no fuera otra cosa que un oficio sublime, pero perecedero, solo lo averiguaremos poniendo en marcha el reloj hacia adelante. Marcando, hacia el futuro, la medida del arte a partir de nuestro calendario mortal.

La liquidación de la vanguardia dio lugar a la estética posmoderna, así como a los discursos pos o transvanguardistas. Pero una teoría de la retaguardia se plantea algo distinto. Especialmente, porque hoy la medida de todas las cosas no es la vida, sino la supervivencia. Que es la continuación de la vida por otros medios (medios más precarios, todo sea dicho). Por eso su descreimiento de un arte que, al final, representa “el peligro sin el peligro”, tal como definía José Lezama Lima a las epifanías que no alcanzaban a serlo del todo.

Hoy, tal vez, el problema del arte radica en que no representa ningún problema; simplemente lo simula. Y si todavía persevera como un oficio remoto que se resiste a capitular, no es porque su relato sea más o menos real, más o menos verdadero, que el de otros quehaceres que han desaparecido en el largo tiempo de la historia. Es, sobre todo, porque aún puede presumir de excepcional. De ahí que insista en mantener espacios y estilos de vida “especiales” que le están vedados a otros mundos. Su problema, entonces, ya no lo encontramos únicamente en el hecho de no poder dotar a las cosas con un nombre que invoque una aparición en el horizonte. Su handicap –aunque no el único– radica en el desplazamiento instrumental de su vocabulario. Así el “proceso” y el “proyecto”. Las “estrategias” y los “modelos”… Y en todo eso que hoy nombra y que, más que al lenguaje del arte, pertenece al lenguaje de su display.

Por lo que respecta a los artistas, su obsesión por la ideología, la documentación, el activismo social, la moda, la publicidad o las reivindicaciones políticas, es probable que les haya llevado a descuidar la tarea más importante que les deparaba esta Era de la Imagen. Y que, ante el triunfo definitivo de sus propios medios –la fotografía, el vídeo, las innumerables posibilidades visuales de internet–, no hayan sido capaces de convertirse en los intelectuales de una época en la que el conocimiento se distribuye, cada vez más, a través de los soportes visuales.

El malestar del arte no emerge de su dificultad sino de su factibilidad. Y de la presencia abrumadora de unos medios que antes eran solo suyos y hoy registran, segundo a segundo, los infinitos rastros que testimonian el inmenso horror al vacío que gobierna a la cultura contemporánea. El problema es que, una vez cumplido el sueño de Beuys, lo que se proponía como terapia empieza a manifestarse como un virus; más que la curación, lo que se explaya es la enfermedad.

De ahí, ese estilo de vida artística sin arte, la estética sin poética, esa irrefrenable exposición sin necesidad de museo…

Tanto han apostado los creadores contemporáneos por la expansión del arte que, al final, no han podido controlar las esquirlas que han quedado gravitando en una galaxia, desde la que apenas funciona como un abastecedor de imágenes, justamente allí donde estaba llamado a operar como un generador de imaginarios. Esa propagación, en parte, ha despoblado al museo pero no lo ha incendiado. Antes bien, lo ha congelado, manteniéndolo como ese ámbito neutro que se sigue llamando White Cube.

En este punto, al artista podría trasladársele la misma pregunta que Klosowski, a propósito de Nietzsche, le remitió al filósofo: “¿Es posible hoy esta figura? ¿Es necesaria?”.

En 1979, Rosalind Krauss publicó La escultura en el campo expandido, un ensayo que describía el salto del arte minimalista más allá de sus propios confines. Ante un malestar que ya no podía resolver en sus predios, el resultado no apuntaba a que el arte se refugiara de la tecnología. Es que, ante la avalancha de los nuevos medios (a veces olvidamos que otras épocas también han sido “tecnológicas”), buscó una dimensión antropológica desde la cual salvaguardar la escala humana.

Ya el hombre había pisado la Luna y Kubrick había estrenado 2001: Odisea del espacio. Ya Paul Virilio había hablado de la estética de la desaparición y Nan Jun Paik había desplegado el videoarte. Ese mismo año, 1979, Lyotard publicaba La condición postmoderna. Pero Ana Mendieta o Robert Smithson prefirieron remontarse en el tiempo para descolocar las jerarquías del mundo occidental, indagar en la perseverancia del humanismo previo a la vida moderna o investigar ese momento en el que aún la cultura no circulaba como mercancía. Es obvio que estos artistas se valían de la tecnología del momento, pero su inquietud no estaba determinada por esta. No era la revolución tecnológica, ni siquiera la política, lo que les alentaba –aunque no fueran ajenos a una y otra– sino una resistencia humana, acaso demasiado humana, para que podamos entenderla a plenitud en los días que corren.

El arte vivía una incomodidad que ya no podía resolver dentro de sus límites y entonces, como apuntara Engels sobre el capital, no tenía otro remedio que expandirse o morir. Hoy su dilema se presenta, prácticamente, al revés: o se contrae o desaparece.

Por eso, hablar hoy de arte contemporáneo apenas tiene algo que aportar desde el punto de vista intelectual. Llamarse “contemporáneo” ha acabado por remitirnos a no decir nada. Sobre todo porque esa contemporaneidad no nos habla de una magnitud temporal y tangible sino “profesional” e inasible. Un pertrecho para nuestras ínfulas de eternidad en el que se cruzan Lenin, Fukuyama o Arthur Danto, y desde el cual la muerte del arte aparece como uno de los más rentables géneros estéticos: ese que supone el fin del arte como una de las bellas artes.

Por eso, lo que necesitamos, con urgencia, no es un arte de vanguardia sino un arte de retaguardia. Un arte que, ante la imposibilidad de amalgamarse con la vida, consiga al menos una fusión fructífera con la supervivencia. Un arte conectado clandestinamente con el Duchamp, pero no con el inmortal del ready-made, sino con el superviviente que se calificaba a sí mismo como un respirador.

Desde ese horizonte, es posible soñar con obras agazapadas que consigan validar esa frase lanzada por Huxley para ahora mismo: “Si tuviéramos tiempo de pensar en otra cosa que no sea la crisis económica, nos daríamos cuenta de que también estamos en las garras de una crisis estética e intelectual”.

De eso tratarían las obras de retaguardia, que funcionarían como protectores ante la facilidad ígnea de una época que arde por multiplicación, por abundancia, por sobreexposición, por cantidad, por las cifras incontables, y por el triunfo definitivo de lo posible sobre lo necesario.

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