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Contra el Gatopardo

Iván de la Nuez

En el año 2005, Alexei Yurchak publicó un libro sobre los años finales del comunismo: Everything Was Forever Until it Was No More. The Last Soviet Generation (Todo era para siempre hasta que no lo fue más. La última generación soviética). Allí rastreaba los latidos de la vida cotidiana que acompañaron la hecatombe del sistema socialista; una catástrofe que, paradójicamente, se fue desencadenando en medio de una calma extraña. En lo grande y en lo pequeño –en Chernóbil y en los chistes–, tanto la gente corriente como la nomenklatura se acercaron al precipicio con el convencimiento de que las cosas “no cambiarían jamás”. Esa abulia compartida ante el abismo fue descrita por Yurchak con este término: hipernormalización.

Casi veinte años después del fin de la URSS –Torres Gemelas mediante–, se vino abajo Lehman Brothers. Y, aunque el crack financiero también contravino la supuesta inmortalidad del capitalismo, unos días antes de su explosión todo parecía normal y la debacle fue asimilada por muchos como un catarro del sistema y no como el prefacio de una gangrena que infectaba sus cimientos más sólidos. Fue entonces que el cineasta y escritor británico Adam Curtis resucitó la definición de Yurchak, hasta el punto de usarla para titular su famoso documental sobre la crisis del capitalismo tardío: HyperNormalisation.

Estamos, pues, ante un concepto que ha servido para explicar las crisis consecutivas de los dos sistemas antagónicos del siglo xx. (Por lo visto, aquellos que han vivido una agonía imperial siempre tienen algo interesante que decirle al resto del mundo, o por lo menos un espejo a mano para rebotarle a escala sus próximas calamidades).

A contrapié de la sobada metáfora de Di Lampedusa –“que todo cambie para que todo siga igual”–, la hipernormalización de este antropólogo criado en Leningrado es justo lo contrario del gatopardismo. Porque capta ese momento en el que parece que nada puede moverse mientras que, por debajo o por los costados, todo se está transformando.

Que este libro solo haya sido publicado en ruso, inglés y coreano nos dice bastante de un mundo editorial ensimismado también en esa continuidad, ¿gatopardista?, que insiste en vendernos como una revolución cualquier simulación de cambio que venga más o menos aliñada con los eufemismos apropiados. Pero la pandemia es tozuda –que diría otro ruso todavía más ilustre– y nos devuelve como un bumerán esta investigación fértil y divertida que supo conectar, a lo Chejov, la superficie de una vida estandarizada con las erosiones que incluso las sociedades más reglamentadas pueden esconder en sus sótanos. Si vale la pena recordar esta obra maestra, no es solo por el estallido de un virus que no se vio venir y que después pretendimos interpretar como un catarro más. También, y sobre todo, porque la aspirina que se nos está recetando para la pospandemia no es otra que –¡ejem!– la “vuelta a la normalidad”. Sin que falte, en este reclamo, la sublimación de una vida anterior retozona en la que parece que solo trotábamos, llenábamos museos y paseábamos perros.

Como si el virus y sus decenas de miles de muertos hubiera interrumpido una existencia bucólica y no la “mundialización” de unos estallidos sociales lanzados contra todos los modelos que hasta entonces armaban el mundo. Da igual si era el neoliberalismo normalizado por el FMI o los remanentes corruptos del sandinismo, el engranaje capitalcomunista chino o el de la Rusia postsoviética, el paradigma de la transición española y el patriarcado, el cambio climático y los Emiratos. La chispa podía encenderla una tarifa del metro o la desaparición del planeta, el encarcelamiento de una artista o la muerte de alguien por abuso policial en una redada.

Todos esos modelos coincidían en agitar el cóctel entre un capitalismo clientelar creciente y una democracia menguante; también en un desbordamiento cuyas protestas las élites políticas ya no conseguían gobernar, ni las económicas comprar, ni las intelectuales dilucidar. Y es que, si en los desplomes anteriores todavía se podía hablar de un pacto tácito entre poder y sociedad para no mirar de frente la inviabilidad de nuestros sistemas, esta crisis “pandémica” no dispone de unas élites creíbles que consigan marcar alguna pauta relativamente novedosa a seguir. En esta cuerda, resulta alarmante que, en su declaración de intenciones, museos, teatros y otros equipamientos sostengan su retorno sobre la base de traspasar a la sociedad la responsabilidad y el ritmo de la cultura en la vida posterior. Se ha dicho muy poco (o nada) sobre cómo será la nueva producción de esa cultura, pero se repite una y otra vez el “Hágalo Usted Mismo” que venía marcando su precariedad, reconvertido ahora en el “Responsabilícese Usted Mismo” con el que se está apelando a la complicidad del “aforo”, la “audiencia” o el “público”. Todo esto no implica, exclusivamente, una mala lectura del flagelo reciente, sino también del mundo que lo precedió y a cuya falsa normalidad se nos convida a regresar.

Como los soviéticos ante su quiebra, como el capitalismo ante su desastre financiero, como esos imperios obsoletos que se desmoronan mientras se dejan llevar por la inercia ilusoria de que la vida, siempre, va a seguir igual. ¿Igual a qué?

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