Jorge Gómez Barata
La prédica y la lucha contra las estructuras sociales recuerdan las batallas contra molinos de viento. Las estructuras sociales no son intrínsecamente perversas, no tienen carácter de clase, ni deben ser liquidadas en nombre del progreso.
Las estructuras económicas de la sociedad capitalista no son creación de la burguesía, que no inventó la propiedad privada ni la explotación del trabajo ajeno, sino que los combinó con el liberalismo para generar un modelo de sociedad, aunque socialmente injusta, productivamente eficiente. Limar sus defectos y aprovechar sus virtudes, puede ser un objetivo viable.
La arquitectura de la sociedad capitalista, notable por su eficiencia y por sostener las desigualdades generadas por la explotación del trabajo asalariado por el capital, evidencian las contradicciones intrínsecas de los procesos civilizatorios que discurren espontáneamente, y aunque siguen un curso sinuoso, con avances y retrocesos, períodos de aceleración y ralentización, avanzan hacia el progreso general.
El capitalismo y sus estructuras no son el fruto de la maledicencia de malvados que obrando de mala fe las inventaron para su beneficio. La propiedad privada y pública, el dinero, el comercio, la ganancia, el derecho, el liberalismo y la democracia, la soberanía popular, el parlamentarismo, la separación de poderes y otras, son frutos de la cultura universal, tan buenos como el arte renacentista, la ilustración, las máquinas de la Revolución Industrial, el liberalismo, incluso el socialismo, un refinado producto de la cultura europea.
Adquirir conciencia de que el capitalismo será trascendido como hizo Karl Marx, incluso trabajar por acelerar esos procesos mediante reformas y revoluciones sociales, a lo cual se consagraron Lenin, Mao Zedong y otros, no significa odiar a las estructuras, que sería lo mismo que maldecir a las herramientas.
La idea, instalada con el triunfo bolchevique cien años atrás, de que para el establecimiento de la justicia social es preciso liquidar las estructuras fundamentales de las sociedades capitalistas avanzadas, se ha revelado impracticable, no sólo por las enormes conmociones sociales que tal empeño genera y sus altos costos sociales, sino porque no han conducido a los resultados deseados.
La sociedad perfecta, capaz de aprovechar las posibilidades del modo de producción capitalista para crear riquezas, y la generosidad del socialismo para distribuirlas, es posible por la existencia del Estado, cuyas posibilidades reguladoras y capacidad para arbitrar entre diferentes actores sociales son infinitas. Construir una nueva sociedad sin destruir lo valioso de la anterior, es una meta viable. La civilización y la cultura son procesos de suma, no de negaciones.