Alfredo García
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Hace dos semanas, Bolivia era un ejemplo de país en desarrollo, políticamente estable, con sostenido progreso económico y prosperidad social, en un entorno democrático autóctono. Sin embargo una fina conspiración para derrocarlo estaba en marcha y el presidente Evo Morales era el último en enterarse.
Las elecciones generales del pasado 20 de octubre, donde más de seis millones de bolivianos (88,31% de los electores registrados) ofrecieron su voto a nueve candidatos a la presidencia procedentes de un colorido mosaico pluripartidista, transcurrieron sin incidentes y fueron calificadas por centenares de observadores internacionales como “normales y transparentes”.
A pesar de los numerosos aspirantes, las encuestas señalaban con mayores posibilidades de triunfo al candidato del Movimiento al Socialismo (MAS), el exitoso presidente Evo Morales, que aspiraba a una cuarta reelección y el candidato del Partido Comunidad Ciudadana (CC), el expresidente neoliberal Carlos Mesa.
La misma noche de las elecciones, tras dar a conocer el Tribunal Supremo Electoral (TSE), los resultados del recuento rápido de actas que situaban a Morales con posibilidad de ganar en la primera vuelta, una manifestación convocada por Mesa para “vigilar que no se produjera fraude electoral”, se concentró frente al hotel donde se estaba realizando el conteo de las actas, exigiendo “una revisión de los votos, la renuncia del TSE y una segunda vuelta electoral”.
Cinco días después de la votación, el TSE anunció los datos al 100% del conteo, otorgando a Morales el 47,08% de los votos y a Mesa el 36,51%, quedando descartada una segunda vuelta. La ley electoral boliviana establece la victoria electoral si un candidato alcanza el 50% de los votos o si habiendo superado el 40%, tuviese una diferencia de 10% o más sobre el segundo.
El resultado electoral coincidió con el promedio nacional que dieron más de 15 encuestadoras durante los seis meses previos a las elecciones, concediendo una media de 36,7% de los votos para Morales y 25,1 para Mesa.
Las manifestaciones callejeras incrementaron la violencia. La protesta opositora encontró eco en la OEA y la Unión Europea, UE, con el injerencista pedido de una segunda vuelta electoral para “restablecer la confianza en el proceso electoral, considerado escasamente transparente”.
Seguidamente, la OEA se ofreció para una “auditoria” electoral a condición de que su fallo fuera “vinculante”, algo semejante a poner lechugas al cuidado de un conejo, término que fue aceptado por el mandatario Morales.
El pasado sábado, en medio de las denuncias del presidente boliviano sobre “un golpe de Estado en marcha”, las conclusiones de la auditoria de la OEA atizó el fuego: “Se hallaron irregularidades extremadamente graves porque revelan manipulaciones al sistema informático de tal magnitud, que deben ser profundamente investigadas por parte del Estado boliviano”.
Como era de esperar, el abyecto secretario general de la OEA, Luis Almagro, conminó al presidente boliviano a “anular el proceso electoral y comenzar nuevamente”, rompiendo las reglas del juego democrático. Morales anuncio nuevas elecciones, pero ya era tarde. La OEA había dado luz verde para derrocar a un presidente constitucional, mediante el nuevo modelo de golpe de Estado “suave”.
El comandante de las Fuerzas Armadas de Bolivia, general, Williams Kalima, “sugirió” a Morales “renunciar, permitiendo la pacificación y el mantenimiento de la estabilidad por el bien de nuestra Bolivia”, en medio de un cerco opositor de agresiones y amenazas terroristas a ministros y funcionarios que fueron obligados a dimitir, provocando un caos en el gobierno.
El pasado domingo, amenazado con una sangrienta guerra civil, Morales anunció su renuncia tras afirmar: “Ha habido un golpe cívico, político y policial”.