Pedro de la Hoz
Después de unas cuantas copas, aquel cinéfilo atragantado entre la frustración y la nostalgia, que a diario en las tardes tertuliaba en el salón de té de la Casa de la Prensa Cubana –en realidad un bar donde la infusión enmascaraba la rispidez de los rones más bravos–, terminaba por decir lo mismo: “Juan Orol, ese es el culpable”.
Se declaraba enamorado a partes iguales de la Rosa Carmina y la Mary Esquivel y lamentaba no solo que un mexicano –ahí se equivocaba, Orol había nacido en España– las hubiera levantado, y que el público del vecino país por muchos años pensara que La Habana era únicamente tierra de rumberas y maracas.
Delirios y pasiones aparte, una cosa es cierta. Una zona del fenómeno que se ha dado en llamar Época de Oro del Cine Mexicano entre los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado tuvo a la cultura popular cubana como telones de boca y fondo. Otra también es cierta: La Habana fue escenario favorecido para el rodaje de unas cuantas producciones de aquella etapa.
Arturo de Córdova, actor icónico del período, declaró en 1951: “Cuba no es un país extranjero. No podemos compararlo con algo distinto a México. Es una prolongación. Como nuestro gran México es, a la vez, una prolongación de Cuba en territorio y república”.
Más o menos por entonces, un sonero raigal como ninguno, Benny Moré, enseñoreado en la cresta del mambo a lo Pérez Prado, proclamaba en Bonito y sabroso desde la mayor sinceridad: “Con un sentido del ritmo / para bailar y gozar / que hasta parece que estoy en La Habana / cuando bailando veo una mexicana / no hay que olvidar que México y La Habana / son dos ciudades que son como hermanas / para reír y cantar”.
La obsesión de mi contertulio por Orol –gallego trashumante que pasó por La Habana, marchó a México, regresó a La Habana y luego emprendió entre isla y tierra firme unos cuantos viajes cuando descubrió que del cine se podía vivir– repasaba una y otra vez el catálogo de películas dirigidas, escritas y producidas por este, que con independencia de manquedades estéticas y reiterados estereotipos, fertilizaron una jugosa relación entre la industria fílmica mexicana y el talento y los temas cubanos.
En el origen estuvo Siboney, filmada en 1938 y estrenada dos años después. A su favor la belleza deslumbrante de María Antonieta Pons, pero también una banda sonora encabezada por el tema que dio nombre a la película y al personaje de la protagonista, pieza clave en el repertorio del inmenso Ernesto Lecuona, evocador de un pasado aborigen arrasado en la isla por la invasión de los colonos peninsulares. Orol encarnó el protagónico masculino en el filme e introdujo en el desarrollo argumental un elemento recurrente en las películas mexicanas de tema cubano: la alusión epidérmica a la santería de origen yoruba.
Si dejamos atrás las dudas generadas por Embrujo antillano, estrenada en México en 1947, de la que siempre se ha dicho que Orol actuó como factótum aunque no aparezca en los créditos y sí la seductora Pons, y la crítica señalara que La Habana se reducía a “una calleja destartalada y la fachada de una fábrica de puros” –me quedo, no obstante, con las canciones de Osvaldo Farrés–, las rentas volvieron a subir unos meses después con El amor de mi bohío y el rostro fresco de la costarricense Yadira Jiménez, y mucho más con el estreno de la inefable –¿ciento por ciento cubana?, rezaba falsamente la publicidad– Sandra, la mujer de fuego (1954), con el gancho de Rosa Carmina y de las formidables orquestaciones del maestro Obdulio Morales.
A Orol y sus rumberas y melodramas tropicales no hay que tomarlos muy en serio que digamos. Están ahí para recordarnos que el celuloide aguanta lo humano y lo divino a contrapelo de la lógica poética.
Hablando de melodramas, El derecho de nacer llegó para quedarse: la radionovela, las telenovelas y las películas, cuestionables y cuestionadas pero incombustibles. Quien quiera asomarse por una rendija a La Habana de la medianía del siglo pasado, al puerto y el Malecón, a los alrededores del Capitolio, que por estos días cobra nuevos esplendores, y a las fronteras de La Habana Vieja, debe prestar atención a varias secuencias del filme de Gómez Urquiza de 1952 y si acaso compararla con las imágenes que poco después registraría la versión de Nuestro hombre en La Habana, del británico Carol Reed.
Una Habana de rumba, romance y canciones, ligera y trivial, en la que Germán Valdés (Tin Tan) se instaló con El mariachi desconocido –la impronta del comediante fue tan fuerte que la película mudó de título para llamarse Tin Tan en La Habana– y en la que Rosita Fornés, una rosa tan cubana como mexicana, se desata con un tema antológico de Obdulio Morales, Yo soy Juana Bacallao.
Cuando comenté con mi colega atribulado por Orol la conveniencia de desdramatizar sus alcoholes fatigantes con el rescate de esta última película, salió con un desafío: “¿No vas a hacerle justicia un día a la verdadera Juana Bacallao?”. Ya él no está, pero por respeto a su memoria, juro que muy pronto lo haré.