Pedro Díaz Arcia
Cada fin de año el balance es un ejercicio habitual sobre lo que se cumplió o faltó en los compromisos contraídos por unos y otros. No están ausentes los principales acontecimientos políticos, económicos y financieros ni el recuento de los daños causados por la Naturaleza o provocados por las guerras; tampoco los riesgos que enfrentará el planeta en el devenir inmediato.
También nuevos récords estarán en el registro. Quizá uno de los más inéditos, no por repetido, es la sucesión maníaca y constante de los altos cargos en el gobierno de Donald Trump.
Una compilación de despidos y renuncias contabilizaba hasta hace muy poco un total de dos secretarios de Estado; cuatro secretarios de Seguridad Nacional; cuatro asesores de Seguridad Nacional; tres secretarios de Defensa; tres jefes de Gabinete; dos secretarios del Interior; un director del FBI y un adjunto; dos directores de la CIA; tres directores de Inteligencia Nacional; tres secretarios de Prensa; cuatro secretarios de Salud y Servicios Humanos; cuatro secretarios de Asuntos de Veteranos; dos secretarios de Trabajo; dos asesores Principales de Economía; dos directores de Presupuesto; tres fiscales Generales; y siete jefes de Comunicaciones; entre otros. El orden no se ajusta a las fechas de despido o renuncia de un estudio; sino a la ubicación por sus respectivas funciones gubernamentales.
Muchos de las destituciones tuvieron la marca del programa “The Apprentice” (“El aprendiz”), que ubicó a Trump en el estrellato televisivo al grito déspota de “¡Estás despedido!”.
Por ejemplo, cuando James Comey, entonces director del FBI se encontraba en un acto privado con colegas de Los Ángeles, California, los televisores del local informaron sorpresivamente que éste salía del Gobierno. El funcionario lanzó una carcajada pensando que se trataba de una broma, pero al entrar en contacto con la Casa Blanca confirmó su despido. Luego se vengaría al declarar que el presidente lo había presionado para que cerrara la investigación contra su antecesor, Michael Flynn, una de las piezas clave en la llamada “trama rusa”.
El secretario de Estado, Rex Tillerson, fue arrojado del cargo mientras se encontraba fuera del país; porque se había negado a apoyar la posición asumido por Trump tras los ataques racistas en Charlottesville, Virginia.
Andrew McCabe, en un acto vengativo fue apartado del puesto solo 26 horas antes de su jubilación, un mes y medio después que dimitiera como segundo del FBI por acusar al gobernante de mala gestión en lo relativo a los correos electrónicos privados de su rival electoral Hillary Clinton. McCabe se había negado a aceptar “fidelidad personal” al presidente; sin que fuera un santo.
Pero un despido visto como uno de los pocos actos de sensatez de Trump fue el del asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, John Bolton, un halcón que le restaba liderazgo por su beligerancia; autor del miserable calificativo de “troika de la tiranía” al referirse a Venezuela, Cuba y Nicaragua. No existe hoy un solo funcionario que no esté atento al Twitter.
A fines de noviembre el jefe del Pentágono, Mike Esper, despidió al secretario de Marina, Richard Spencer, un supremacista blanco, como Trump, por sus discrepancias con éste. Al criticar al militar saliente el mandatario expresó: “Tengo que defender a mis guerreros” y presumió de haber destinado dos billones y medio de dólares para fortalecer las Fuerzas Armadas.
El gobernante estaría considerando ahora el reemplazo del secretario de Estado, Mike Pompeo, según The Washington Post.
El gobierno de Trump, como se dice, es una puerta giratoria.