Alfredo García
El autoritarismo y la democracia miden fuerzas. Mientras el presidente Donald Trump, en Estados Unidos, y el primer ministro Benjamin Netanyahu, en Israel, desafían los poderes legislativos y judiciales abusando de su autoridad, ambas instancias defienden la soberanía del pueblo y su derecho a controlar a los gobernantes.
El presidente Trump, enfrentado al Congreso de EE.UU. por la exigencia de un multimillonario financiamiento para el muro fronterizo con México, insignia racista y xenófoba que identifica su gobierno, burló desfachatadamente la división de poderes que sustenta la democracia norteamericana para imponer su autoridad absoluta.
Bajo la amenaza de un nuevo cierre administrativo (el pasado diciembre Trump cerró el gobierno por 35 días), el Congreso aprobó una Ley de presupuesto bipartidista que incluía 1,375 millones de dólares para el muro y la seguridad en la frontera. La votación en la Cámara fue 300 a favor y 128 en contra y en el Senado, por 83 votos a favor y 16 en contra.
Aunque Trump había amenazado a los congresistas con vetar la Ley, no lo hizo y la firmó, pero al día siguiente declaró “emergencia nacional”, lo cual le permite desviar fondos de otras partidas presupuestarias para la construcción del muro fronterizo sin aprobación del Congreso, quien respondió con una resolución para bloquear la “declaración de emergencia” al considerar que Trump se había “extralimitado en sus poderes constitucionales”. En el caso del Senado, la aprobación contó con doce senadores republicanos.
Tras ser aprobada la impugnación a la “declaración de emergencia”, Trump vetó la Ley. “El Congreso tiene la libertad de aprobar esta resolución y yo tengo la obligación de vetarla”, declaró Trump. Ahora el Congreso necesita dos tercios de votos en la Cámara de Representantes y el Senado para hacerla efectiva, algo muy difícil de lograr aunque no imposible.
La batalla entre el autoritarismo de Trump y la defensa de la democracia, se traslada ahora a los tribunales tras la demanda al Gobierno por 16 Estados denunciando la declaración de “emergencia nacional” como anticonstitucional, porque viola los procedimientos legislativos establecidos en la Carta Magna y desconoce la designación del Congreso como conciliador de los fondos públicos.
Mientras tanto en Israel, se agudiza la contienda entre el primer ministro, Benjamin Netanyahu, y la democracia. El Tribunal Supremo vetó a un candidato judío y aprobó la validez de una lista electoral de la minoría árabe-israelí, que había sido excluida de las elecciones del próximo 9 de abril por la Comisión Electoral Central, CEC, bajo la autoritaria influencia del primer ministro.
La CEC había avalado a Michael Ben Ari, candidato del extremista Partido Poder Judío (PPD), que forma parte de la reciente alianza política de Netanyahu con grupos ultraderechistas de cara a los próximos comicios. El PPD es heredero del proscripto Partido Kach, considerado “terrorista” por EE.UU. y la Unión Europea (UE). Al legalizar a la fuerza árabe-israelí contra la decisión del CEC, el Supremo también autorizó la presentación de Ofer Cassif, candidato árabe-judío que había sido vetado por el CEC. Esta coalición representa cerca del 20% de los casi 9 millones de habitantes de Israel y constituyen el tercer grupo parlamentario tras el Likud y el laborismo.
A la tendencia autoritaria en países de tradición democrática como EU e Israel, se agrega ahora la frágil democracia brasileña con el despótico Jair Bolsonaro. ¿Podrá la autonomía e independencia de los poderes legislativos y judiciales impedir el arbitrario intento del poder Ejecutivo de poner de moda la democracia autoritaria?