Jorge Gómez Barata
Limitar, cerrar y prohibir en cualquier esfera son malas ideas, en el campo económico forman parte de una receta para el estancamiento y el desastre.
Si Estados Unidos cree que, al estimular el crecimiento del sector privado, aproxima la restauración del capitalismo en Cuba, Donald Trump se ha disparado en un pie. Con sus draconianas medidas está a punto de liquidar a los elementos más prósperos y emprendedores del sector no estatal de la economía cubana que, al calor de los avances de la normalización de las relaciones bilaterales, fomentaron pequeños negocios privados en la Isla.
Tal vez sus adláteres hayan descubierto que el florecimiento del sector privado en Cuba, fomentado por las reformas impulsadas por Raúl Castro, aportó un matiz de color en la grisura de una economía estatal que, sobre todo en el área de los pequeños y medianos negocios, disfrutando de todos los apoyos, bendiciones y subsidios, es incapaz de contribuir a la prosperidad que el país necesita.
Quizás, Bolton, Pompeo y Marcos Rubio se percataron de lo que ya otros sabían. Los micronegocios, a veces de una sola persona, y las pequeñas y medianas empresas, así como las cooperativas que pudieran fomentarse en los servicios, la industria, la agricultura, la construcción y la producción de materiales, incluso en áreas de alta tecnología electrónica y digital, el diseño industrial y arquitectónico, el sector inmobiliario, los mercados del arte y los espectáculos y otros, no debilitarían el socialismo, sino que lo harían más competitivo.
En la medida en que bajo este sistema la gente prospere, prospera el país y su sistema político puede con mayor holgura avanzar en su perfeccionamiento. La creación de riquezas y su redistribución hace más felices a las personas nunca más desdichados. Con más dinero y más bienes, las gentes no son más contestarías sino menos y se ocupan más de disfrutar su prosperidad que en criticar al gobierno que se la proporciona. Se trata de una lógica que por sencilla esta fuera del alcance de burócratas e imperialistas.
La Habana, con sus restaurantes y cafeterías privados, algunos de los figuran en los registros de excelencias de INTERNET, sus viviendas reparadas y embellecidas para la renta, que llegaron a figurar en el inventario de mundial de dos millones de alojamientos de Airbnb (airbed and breakfast), a lo cual, más temprano que tarde, se hubieran sumado los taxis de alto estándar, que se encaminaban a formar parte de las ofertas de UBER (Uber Technologies Inc), era más bella y atractiva.
No hay manera de no extrañar la bahía habanera adornada con elegantes cruceros, que puntalmente desembarcaban miríadas de visitantes que pagaban por ver y fotografiar a la legendaria capital de todos los cubanos y consumían en ella. Antes que algunos conservadores cubanos, los sesudos de Washington descubrieron que tales fenómenos no eran retrocesos sino avances y que, antes de estimular al capitalismo, conferían variedad y hacían más viable el socialismo.
En cualquier caso, Trump no hará otra cosa que poner a prueba la imaginación de los cubanos y la capacidad de sus líderes para encontrar fórmulas. Los restaurantes no cerrarán, ni los autos se oxidarán en los garajes. Los cubanos, estatales y privados, no tiraran la toalla. Ya existe una máxima: Cuando Trump cierra, Cuba abre, cuando allá aprietan, aquí aflojan y cuando ellos regulan, la Isla desregula. Así es esta fase de la batalla. Allá nos vemos.