Jorge Gómez Barata
Pocos comentaristas reparan en el hecho de que la ahora desacreditada Organización de Estados Americanos (OEA) surgió como una legítima reivindicación latinoamericana, defendida por prominentes diplomáticos y políticos de los años cuarenta del siglo XX que, lamentablemente, se ha convertido en una decepción.
Distante de los escenarios de la II Guerra Mundial los países del hemisferio se alinearon con los aliados y se sumaron a los trabajos para la creación de la ONU, fundada por 50 países de los cuales 21 eran iberoamericanos.
El entusiasmo latinoamericano se enfrió cuando en el borrador de la Carta de la ONU se incluyó el Capítulo VII que autorizaba el uso de la fuerza, mediante un procedimiento que requiere la unanimidad y que otorgó a los miembros permanentes del Consejo de Seguridad la potestad de veto. El rechazo latinoamericano a esa arbitrariedad fue liderado por Alberto Lleras Camargo, ex presidente de Colombia, ministro de exteriores y embajador de su país en Washington.
Para los países latinoamericanos que en más de un siglo como estados independientes y con una intensa actividad diplomática, en los cuales adquirieron una vasta experiencia, que le permitieron desempeñar un papel destacado en las conferencias de Dumbarton Oaks y San Francisco en las cuales se redactó la Carta de la ONU, semejante tutelaje resultaba inaceptable.
Para consensuar la oposición latinoamericana al veto y presentar un frente común, el presidente de México Manuel Ávila Camacho y su canciller Ezequiel Padilla, convocaron la Conferencia de Chapultepec, efectuada entre febrero y marzo de 1945 y, en la cual participaron 18 países representados por conocidos políticos y diplomáticos. Entre otros Alberto Lleras Camargo, Galo Plaza, Joaquín Balaguer, Víctor Paz Estensoro y Guillermo Torriello. Edward Stettinius, Secretario de Estado y Nelson Rockefeller representaron a Estados Unidos, mientras Gustavo Cuervo Rubio, Pelayo Cuervo Navarro, Eduardo R. Chibás, y Manuel Bisbé a Cuba.
La tesis latinoamericana, además de en la tradición, se apoyó en el propio borrador de la carta de La ONU que establecía la igualdad soberana de los estados, cosa contradicha por la propuesta de que cinco de ellos pudieran vetar decisiones trascendentales. Para la diplomacia latinoamericana resultaba insultante que en un hipotético conflicto entre estados de la región pudiera ser decidido mediante el voto de un gobernante europeo, asiático o estadounidenses.
Un periodista echó leña al fuego al publicar: “Imaginemos que un diferendo entre Chile y México sea decidido por Churchill, Stalin o Chiang Kai-shek”. No obstante, la decisión de los cuatro grandes estaba tomada, el mensaje de las potencias trasmitidos por los delegados estadounidense fue claro: “Hay veto o no hay ONU.
El diferendo fue zanjado por el compromiso de constituir una organización regional con carta, estructuras y derechos análogos a los de la ONU para dilucidar los problemas hemisféricos. Esa es la génesis de la OEA, nacida en Bogotá el 30 de abril de 1948. Lo mismo que la ONU la organización se dotó de un componente militar (Pacto de Río), un tribunal interamericano y una comisión de derechos humanos.
La idea era apropiada, el error fue incluir a Estados Unidos y Canadá y luego admitir que la organización se corrompiera hasta convertirse en un virtual “ministerio de colonias”.
El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), también conocido como Tratado de Río, fue firmado en 1947 por 26 países como un acuerdo estrictamente defensivo, según el cual, “Un ataque armado por cualquier Estado contra un país americano, será considerado como un ataque contra todos…” Aunque se ha invocado en unas 20 ocasiones, el instrumento nunca ha sido aplicado y hoy es francamente obsoleto. Del Tratado se han retirado siete países.
Tratar de invocar un vetusto tratado por una organización desacreditada contra un país que no ha agredido a ningún otro, como es el caso de Venezuela, más que un error, parece una payasada.